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viernes, marzo 29, 2024

31 Días de Halloween: Los inocentes (1961).

Los Inocentes de Jack Clayton es una clase magistral de generar ambivalencia sobre lo que vemos de una manera tan sutil, sin dejar de ser escalofriante.

La huella e impacto cultural que Henry James tuvo en el campo de la literatura del horror es inconcebible. A pesar de no estar relegado a este género -siendo un autor bastante multifacético- a la hora de escribir relatos de fantasmas las condiciones espectrales de parte de su tinta son extremadamente fascinantes, principalmente por su ambigüedad psicológica. Y es que en realidad nunca estamos plenamente conscientes de que si lo que estamos leyendo con horror son espectros en el sentido tradicional de la palabra -antiguos seres vivos agónicos e incapaces de abandonar las costumbres de las que ya no pueden formar parte- o quizás algo más perverso, ya que James lanza constantes críticas hacia el puritanismo de sus personajes -la mayoría de clase acomodada- que quizás los hagan contemplar elementos fantásticos porque es la única manera en la que pueden explicar su eterna tristeza.

Henry James precisamente volvió al terreno del horror hacia al final de su carrera en lo que es por mucho su mejor obra: Otra vuelta de tuerca. Su única novela dentro del género, Otra vuelta de tuerca estaba alimentada de la eterna soledad del autor quien para en ese entonces se encontraba casi inmóvil por un problema circulatorio y con problemas más serios, si es que esto puede ser posible. Para 1893 James cumplía 50 años, pero este medio centenar era uno que no podía celebrar de manera auténtica, ya que este cargaba con un andar que él mismo describiría en cartas con sus amigos como melancólico, mórbido, misantrópico y torpe, lo cual no es extraño; para Marzo de 1892 su hermana Alice fallecía tras una larga caída de salud en la que el autor estuvo presente y en compañía. A eso se le sumaría el suicidio de su amiga y confidente Constance Fenimore Woolson -nieta de James Fenimore Cooper– quien se aventó de la ventana de su departamento en Venecia. El golpe de perder a su mejor amiga fue tal que Henry James fue incapaz de asistir a su funeral y sólo se dedicó a recolectar sus cosas personales, entre ellas las cartas personales que había mandado para quemarlas y así, pareciendo que no hubiese más rastro de su relación.

Aceptaría entonces la propuesta de escribir para la revista Collier’s. En 1897 la revista Collier era sinónimo de alta clase y una pionera en notas de investigación que la hacían una de las más consumidas en toda Inglaterra, y ahora bajo la nueva administración de parte de Robert J. Collier -hijo de Peter Fenelon Collier quien se retiraba del mando directivo y editorial de la revista- el cual veía en las letras de James las condiciones perfectas para darle relevancia a su revista. Otra vuelta de tuerca comenzaría a ser escrita en el otoño de 1897 para ser terminada en Noviembre y sería serializada en Collier’s en 12 partes a partir del 27 de Enero hasta el 18 de Abril del año siguiente. El material fue un éxito inmediato, pero la controversia respecto a lo que trataba de expresar Henry James en su material original profesaba por primera vez en mucho tiempo una condición del relato del horror que no establecía sus terrenos dentro de lo mórbido y paranormal.

De cualquier forma Otra vuelta de tuerca es un relato clave del horror e incluso fuera de este, no por nada el término Giro de tuerca proviene y homenajea el título original. Esto hizo que varias adaptaciones se planteasen en múltiples áreas del arte hasta nuestros días, tan sólo el año pasado Mike Flanagan entregaría su homenaje a los relatos espectrales de Henry James en La maldición de Bly Manor y Floria Sigismondi heredaba una producción problemática de parte de Steven Spielberg con el título original de la novela.

Curiosamente estas adaptaciones, y el género del horror gótico en general, no sólo beben de la obra original, constantemente sino también de la mejor adaptación de todas que Jack Clayton dirigiese por allá en 1961. Los inocentes fue como casi todos los trabajos de Clayton, uno de ensueño, porque uno de sus textos favoritos a los 10 años era Una vuelta de tuerca, en gran medida porque sentía una perturbadora identificación: Clayton de niño no tenía muchos amigos, se la pasaba en casa encerrado en donde estudió la primaria a través de una directriz y rara vez veía a su padre…él era esos niños, él era esos fantasmas.

En función a los estándares de la época, 20th Century Fox no precisamente le dejaba adaptar la novela, pero sí la obra de William Archibald que tuvo su estreno en Broadway en 1950 y que contó con un relativo éxito que los hizo comprar los derechos para preservar cualquier posibilidad de adaptarla. El problema es que para Clayton, la concepción de Archibald sobre el material original encima de sólo trasladarse en un sólo escenario -el cuarto de la directriz- dejaba de lado la ambiguedad para formalizar un terreno paranormal efectivista en el teatro. Si Clayton adaptaba la obra, esta debería de tener de regreso su condición de confusión y tragedia humana, así que le encargó a Truman Capote -quien ya para ese entonces se había vuelto uno de sus amigos personales- el cual aceptó de inmediato, siendo un declarado seguidor de Henry James y en el que trabajaba aunque usted no lo crea, como una forma de descanso entre la investigación de A Sangre Fría.

Clayton y Capote principalmente tomaron de referencia el ensayo crítico de Edmund Wilson La ambigüedad de Henry James, en donde declaraba una teoría psicoanalítica al personaje de la directriz como una mujer retraida por sus deseos sexuales. Esto funciona de manera excepcional, porque Los inocentes apoyado por varías guías indicativas de la versión definitiva que olvidaban en gran parte la grandiosa habilidad de Henry James por no decir la verdad absoluta, de la mano de la dirección de Clayton retoma este espíritu disuelto y que sentó las bases para películas dentro de los mismos terrenos.

Clayton era un director que exigía respeto por parte de los personajes frente a la cámara, y en Los inocentes se encuentran actuaciones de un dominio natural de la escena; es insuperable lo que Deborah Kerr realiza como La señorita Giddens. Esta es una mujer de edad mayor a comparación con la de la novela original, pero con ello su lectura de impotencia adquiere todavía más dominio, en gran parte porque se va desenvolviendo. Giddens pasa de estar en un estado agraciado con los niños y su entorno, encontrando un paraíso al que de pronto se da cuenta que es parte de una propagación maligna que intenta plasmar con sentido a través de los actuares de un niño rebelde y travieso, que logra dominar la comunicación porque parece más avanzado que lo que su edad dice, y que plantea una especie de derrumbe de tabús al inferir en él besos escandalosos y de larga duración.

¿Está todo dentro de su cabeza la condición de que juegan con ella o de verdad es que existe algo en Bligh Manor escondido dentro de tanta belleza irreal? Kerr nos ofrece una lectura empática hacia al personaje incluso cuando este va trazándose en líneas de desesperación. También sirve que sus ojos sean catalizadores deternimantes de un profundo terror frente a lo que ve o siente… lo cual también no es que tengamos del todo claro.

Los inocentes es de esas películas que ofrecen una majestuosa interpretación apoyada también con una impecable producción que pocas veces se ha visto dentro del cine del horror, y todo esto que parte dentro de la necesidad del realizador. Al ser una película de la Fox, este estudio tenía la particularidad de querer filmar todo con un formato exclusivo, el cual era el legendario Cinemascope. El Cinemascope era un formato que se adecuaba a grandes épicas, a westerns de contemplación y escala sin igual, a musicales que referían un valor dentro de la condición de poder capturar toda coreografía y escenario, pero era un formato que estaba demasiado limitado a la hora de capturar encuadres medios y personales, deformaba a los actores ocasionalmente y era imposible de mover de forma dinámica.

Afortunadamente Los inocentes contó con la dirección de cámara de Freddie Francis, quien exprime las bondades del Cinemascope inspirado en el trabajo intimista de William Menor en cámara y Lyle R. Wheeler y George W. Davis en diseño de producción de El diario de Ana Frank (1959) de George Stevens, es decir: generar un claustro dentro de la imagen. Mientras que la película de Stevens optó por hacerlo de manera física con columnas, Freddie Francis condicionó una serie de filtros especiales para la cámara que centraban toda la imagen en forma ovalada, con las áreas limitantes difuminadas como si de una vieja fotografía se tratase. Esto hace que haya más énfasis en lo presente a escena, que de inmediato se encuadre de manera dramática las conversaciones o reacciones del rostro y que los claroscuros sean incómodos de ver por el razonamiento subliminal de que hay algo que no alcanzamos a percibir más allá del aura presente en la escena.

Esto apoyado por el también soberbio trabajo de Jim Clark en el montaje, quien idea los encuentros con los espectros de una forma inusual, poniendo primero énfasis en la reacción de Deborah Kerr con más retención de tiempo que la del supuesto espectro para enfatisar la incredulidad de los demás frente a su condición, y sobre todo, crear escenas de un contenido simbólico surreal a través de sueños en disolvencias que utilizan más de 4 escenas al mismo tiempo, creando un espectro aberrante dentro de la escena.

Y no menos importante, la música original del filme, de parte de Georges Auric y Daphne Oram, el primero compositor de los temas tradicionales entre los que se incluye la icónica nana que Flora (Pamela Franklin) canta como parte de este matrimonio maternalista con el espectro, y la segunda una verdadera obra pionera del género, puesto que se trata de uno de los primeros scores electrónicos que realza los sonidos y diálogos de forma incómoda, los vuelve patrones dentro de la condición del miedo y como una extensión de la psique de Giddens.

Los inocentes lejos de darle peso a la figura de Jack Clayton, a su equipo de producción, y a sus actores que incluyen a una de por sí siempre ignorada Deborah Kerr pasaría sin pena ni gloria durante su estreno el 24 de Noviembre de 1961,  en gran parte por las condiciones de certificación que recibía, con una clasificación para adultos debido a las escenas de besos entre la mujer mayor y el niño. Y es una pena este destino, porque Los inocentes no teme explorar temas con una cerradura conceptual que el espectador descubre a la segunda o tercera vista, porque es un acertijo que encara un temor hacia la inapelable realidad del ser humano: ser a veces un eslabón que llega a suplir la importancia y valor de otra historia quizás más interesante e impactante que la nuestra, y en nuestra incredulidad por someter esto a juicio, imaginamos todas las conciencias que se ponen de nuestro lado, naturales o no, espectrales o infantiles, prohibidas o de apariencia pulcra. Porque al final, los fantamas siguen siendo un constructo de nuestro poder imaginativo, uno que los puede traer a la realidad, y de paso perder la cordura.

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