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jueves, abril 25, 2024

(CRÍTICA) Amor sin barreras es la película del año que todo el mundo ignoró.

Steven Spielberg hizo lo imposible: hacer una nueva versión del clásico de valor propio… pero también con ello ha demostrado su carente presencia en audiencias modernas, por más que duela aceptarlo.

Nunca pensé llegar a un día en donde una película de Steven Spielberg pasara tan ignorada entre las audiencias como si se tratase de la presencia de una peste inmunda. Spielberg ha figurado dentro de la historia del cine con clásico tras clásico que en gran medida replantearon las condiciones publicitarias que a su vez vieron nacer el blockbuster moderno, sin él no podríamos estar pensando en esas películas que reunen personas con un fervor religioso sólo saciado por la compra de boletos que abarcan calles enteras. Normalmente se le da ese crédito y nada más por parte de diversos detractores sobre su obra, pero lo cierto es que Spielberg no sólamente es un artesano del blockbuster, es también un gran autor de filmes.

Pocas veces sus películas carecen de un sumo interés sobre el proyecto -quizás sean 3 las ocasiones en donde esto se pueda percibir de forma descarada- y siempre es un director que encima de conectar con sensibilidades emocionales, sabe ofrecer una propuesta de cámara y montaje como ningún otro… es casi imposible no contemplar una gran escena remarcada por esta intrusiva cámara o un gran corte o un acompañamiento musical dentro de su entera filmografía.

Pero por desgracia la condición popular lo releva al término taquillero, y hoy precisamente esa condición es la que lo tiene expuesto a una falta de atención por parte de esos mismos sujetos.

Intentar analizar el fenómeno detrás del fracaso de Amor sin barreras es uno igual de interesante y obligado que el hablar de la gracia de su último proyecto, porque aunque nadie quiera aceptarlo: parece que Steven Spielberg es una voz del pasado, la más popular voz de la generación setentera se enfrenta a fenómenos como la aberrante nostalgia capitalista, la formulación barata e inmunda de multiversos y universos compartidos, y las propuestas alternas a un filme de superhéroes sin audiencias que visiten las salas de cine en horarios acomodados de tal forma que están propensos a fallar, y es increíble considerar que esto le pasa al que fuera el Rey Midas de Hollywood.

También es extraño, ver que el rechazo constante en torno al musical ocurra 4 veces en este año. Uno pensaría que éxitos como La La Land (Damien Chazelle, 2016) o El gran showman (Michael Gracey, 2017) hacían un referente hacia el regreso de tan añorado género fílmico, pero la realidad es que las propuestas con éxito o parten de un musical de tono jukebox -lo cual es, el interpretar la vida de un ser tan poco agraciado como P. T. Barnum o una biopic de figuras del rock como lo son Queen o Elton John, o en el caso de La La Land presentarse como la previamente modalidad nostálgica aberrante: un conglomerado de ideas provenientes de otras películas con la misma función de un disco de grandes éxitos, planteando una aproximación al género musical sin la necesidad de empaparse de plano en los clásicos que le dieron forma.

Es una pena todo esto porque Steven Spielberg de verdad estaba buscando hacer un musical -desde aquella vez en la que Robin Williams interpretó a un adulto Peter Pan ya tenía esa espinita- y al hacerlo, resulta que lo hace muy bien.

Amor sin barreras tenía todas las de perder, después de todo se trata de una segunda adaptación del clásico de Robbins/Bernstein/Sondheim/Lehman al que se le unía Robert Wise y que se volvía un referente taquillero por el año de 1961 y una modalidad de acercamiento que hizo más evidente el impacto e influencia de un musical trazado bajo esquemas completamente nuevos dentro del teatro de finales de los años cincuenta (hicimos precisamente un video al respecto: fin del comercial).

Con el peso popular de una adaptación que se consideraba como absoluta encima de ser fenómeno global ¿Qué podría ofrecer una nueva versión? Algunos detalles, sobre todo si Spielberg sabe contar con el guionista adecuado. En este caso el encargado de trasladar Amor sin barreras al nuevo milenio es Tony Kushner, quien ha sido el encargado de los materiales fílmicos de Spielberg más complejos a nivel argumental como lo fueron Munich (2005) o Lincoln (2012) y quien decide que en el mejor de los casos, una adaptación semi fiel de la representación teatral es lo mejor que se puede hacer. Amor sin barreras de este año no tiene cambios estratosféricos ni un planteamiento moderno porque se sigue trasladando en la misma época y con los mismos jóvenes, pero ciertas inferencias de parte de Kushner propagan aún más de manera efectiva el mensaje de temor y conflicto racial que la obra original ya había propuesto.

Los Jets no son precisamente los héroes del filme, muy a pesar de que la tendencia popular los asocie hacia un referente colectivo inocuo; claro que son víctimas de un sistema que degrada las etnias que conformaron Estados Unidos pero aquí nunca se habían visto tan despojados de glamour y gracia, presentándose como auténticos rebeldes repulsivos y que manejan un discurso de odio que los Sharks reciben constantemente, porque les recuerdan su enajenamiento de color y país sin deberla ni temerla. Esto agrega una profundidad dramática al clásico relato de amor inspirado en Shakespeare y también agrega un sentido respetuoso, hacia los atacantes. Amor sin barreras entiende que estas personas intentan comunicarse a través de dos lenguas al mismo tiempo y le suele dar espacio para diálogos en completo español de los que refuerza la falta de subtitulaje por lo menos en su presentación dentro de Estados Unidos… quizás otro factor determinante para la alienación de un público que no tiene interés en entender al prójimo y sus factores comunicativos.

Spielberg brilla como director, y de manera sorpresiva entiende que las gracias que lo han propuesto como una de las voces más respetadas de su generación, se pueden prestar al género musical. Amor sin barreras dista de proponer los segmentos musicales con rigidez, y si la primera adaptación se apoyaba de un fabuloso montaje que a veces conseguía vender ilusiones exclusivas de un medio audiovisual como las disolvencias, aquí la cámara constántemente se encuentra en movimiento sin perder el enfoque y gracia de los bailes y conversaciones en momentos de absoluta lucides de Janus Kaminski -el fiel ojo de Spielberg– que dejan a uno con la boca abierta por semejante complejidad, encima de ofrecer algo de voz individual al no buscar copiar al pie de la letra las coreografías y el espacio original de la obra, son coreografías naturistas dado el espacio y marco interpretativo presente (algo que quizás pueda resultar controversial para fanáticos de corazón del material original).

También es de destacar, que en un mundo de compositores con una modalidad casi anónima presente en un filme, las composiciones originales de Leonard Bernstein -en esta ocasión arregladas de forma moderna por parte de David Newman– son un caso estelar en el cine moderno, porque la música toma estelar y de una forma que francamente se extraña.

Es además una cámara, que se presta a capturar la tragedia del romance funesto entre María y Tony. Rachel Zegler como María es encantadora, particularmente durante su número en I fell pretty, logra capturar una inocencia prevalente en una voz que desconoce la realidad del mundo en donde existe -a su vez reforzando este sentimiento presentándose como lo que no es: una figura de alta clase blanca en la noche de una tienda departamental- y es bastante convincente ante la entrega que tiene con Tony… a quien Ansel Elgort aproxima de una forma diferente a la clásica interpretación. Su Tony posee un pasado que le duele y es bastante estoico, esto va siendo un cambio gradual -más no radical- conforme avanza el filme, y tiene gran entrega corporal particularmente en Cool, un segmento que si antes pasaba desapercibido en la versión de Wise, aquí es un duelo de poder entre los dos Jets fundadores controlando el poder de un arma.

Anita y Bernardo son el otro corazón del filme, y son versiones bastante gratas. Ariana DeBose es jovial y explosiva como debe de ser, pero hay un rango trágico que logra obtener que a menudo pasa desapercibido por la formalidad teatral del relato original; no sólo baila y se mueve como un rayo, resulta que es capaz de expresar en cuerpo y alma y duelo que le deja en lágrimas sin siquiera perder la tonalidad de su voz. Bernardo por parte de David Álvarez es un Bernardo mucho más comprensivo que el original; es un libertador de su pueblo que constantemente los defiende -muy a pesar de que esto le afecta en sus pretensiones con su hermana- y esto vuelve bastante doliente el destino presente de un tipo que realmente no le hacía daño a nadie y ni siquiera podría ser postulado como un vil pandillero cuando lo que busca es constante dignidad en un país que demerita su condición.

Amor sin barreras forma parte de estas películas de Steven Spielberg que no encontraron su audiencia en el momento que más la necesitaban, pero esto no es detrimento de su calidad y capacidad como realizador. Es increíble ver el impacto y entendimiento de Spielberg que buscó a como dé lugar el ímpetu y verdadero esfuerzo emocional -dedicado hacia su padre, quien fallece en medio de esta producción y es de los principales factores por el que adore Amor sin barreras en primera- frente a un público cada vez más ensimismado en la homogeneidad de un cine que, traiciona a uno de los abanderados más populares dentro del cine norteamericano.

Una verdadera tragedia presente en la sala de cine -la tragedia por excelencia del teatro- y fuera de esta, un golpe de realidad de que los tiempos… los tiempos cambian.

 

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