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martes, abril 16, 2024

Los espacios del sazón. La sombrita, el antojo y el altar de Alfonso Alfaro

Ciudad de México, (SinEmbargo).- En México, comer es un acto que va más allá de lo biológico. Es un momento de convivencia, reflexión y alejamiento de las presiones del mundo material. Para los mexicanos el hambre va más allá de la falta de alimento: es falta de sazón. Pero, ¿qué es “el sazón” y cómo se relaciona con la identidad cultural de México? Ésta es la premisa que Alfonso Alfaro explora en Los espacios del sazón. La sombrita, el antojo y el altar, una publicación de la Colección Tiempo Detenido de Artes de México.

En la primera parte del texto, “A uno le gusta lo de uno”, Alfaro comienza con un sutil elogio al chile, parte integral del almuerzo en vianda de los jornaleros mexicanos, en quienes puede verse un principio: comer sabroso, comer caliente. Por años ha sido así, sin importar que esto implique el pago a un tercero para traérsela desde casa cuando la esposa o los hijos no pueden, y después busquen un espacio con “sombrita” para disponerse a disfrutar.

Hugo Brehme, Picnic mexicano. Colección particular.

Asimismo, la preferencia del mexicano por la comida casera no sólo es cuestión de economía, sino de un gusto acostumbrado al sazón de la familia y la nostalgia por el mismo. Alfaro hace énfasis en el acto de cocinar, sobre todo en el campo mexicano, como “hacerle de comer” a un ser querido. El sazón es ese amor —familiar, romántico e inclusive erótico— hacia aquél que degustará los platillos. Culturalmente, en México, uno alcanza la plena adultez cuando alguien, al probar nuestras preparaciones, nos dice: “Ya te puedes casar.”

Arturo García Bustos, Mercado de la región de Tehuantepec, 1964. Museo Nacional de Antropología. Ciudad de México.
Vendedor de café. Colección particular.

En cada receta queda impregnado no sólo el amor hacia quien se cocina, sino el sello personal de cada cocinero. En la segunda parte, “‘Algo se me atravesó.’ El antojo y la botana”, Alfaro hace una comparación de las culturas gastronómicas mexicanas —en las que una misma receta puede tener miles de variantes, sin importar cuán mínimas sean las diferencias— con el fast food, el cual busca la estandarización de los platillos a nivel global. En el caso de México, que se nos “atraviese algo” en los puestos de comida callejera es una aventura azarosa. Las diferencias en una misma receta conllevan a la proliferación de negocios de comida, los cuales tienen en común únicamente un aditamento que les haga sombrita a los comensales para que disfruten sus alimentos. Las diversas cocinas mexicanas son únicas y, lejos de dividir aún más a la población, hacen la labor de unir hasta a la señora más elegante con el oficinista de corbata en torno a los famosos antojitos de un pequeño negocio en el barrio más lejano.

Alfaro dedica el último capítulo “Comer y comulgar” al Día de Muertos, la tradición mexicana más representativa del mestizaje y de las dicotomías en la cultura mexicana. En ella honramos a nuestros antepasados —muy a la usanza shintoísta—no como héroes, sino como seres humanos con defectos y debilidades, es decir, antojadizos. Por ende, en los altares incluimos los vicios del difunto, como cigarros, aguardiente y los antojitos mexicanos más especiales. El mestizaje culinario y espiritual de las gastronomías indígenas y europeas dio cabida a lo sagrado de la comida presente en el altar de muertos. Alfaro indica que la alta cocina mexicana no es aquella que se fragua en los restaurantes, sino la que conlleva un significado ritual con trazos de la comunión; tanto la Eucarística como la de la antropofagia ritual prehispánica.

Una vez más, Alfaro hace una comparación de esta tradición con una de la cultura estadounidense, que también es producto del mestizaje y está directamente relacionada con el ciclo de maíz y la cosecha: Thanksgiving que es una celebración casera, familiar, solemne de un día. En el Día de Muertos, al contrario, el festejo llega a durar hasta tres días de comida, llanto, música, cohetes y aguardiente. Además, la comunidad se une en el festejo no sólo entre ellos sino con el mundo de los muertos, fenómeno al cual Alfaro ha bautizado como “el duelo perfecto”.

Señora “buñuelera”. Colección particular.
Carl Nebel, Indias de la Sierra, 1863. En Voyage pittoresque et archéologique dans la partie la plus intéressante du Mexique par C. Nebel, Architecte. 50 Planches Lithographiées avec texte explicatif, Paris: Chez M. Moench, 1836.

Finalmente, Alfaro destaca la influencia que ha tenido el mestizaje culinario de México en las artes, tomando como ejemplo dos edificaciones del arquitecto Luis Barragán que son recintos consagrados a la comida y a la espiritualidad, por lo cual una buena sombrita es de suma importancia: el comedor de la casa Gilardi y la capilla de las RRMM Capuchinas de Tlalpan.

A lo largo del texto Alfaro nos muestra la relación entre los tres elementos que han hecho de la gastronomía mexicana un patrimonio cultural para la humanidad. El sazón como amor hacia quien se cocina da autenticidad a cada una de las miles de versiones existentes de una misma receta y es capaz de unir a personas de múltiples lugares y estratos socioeconómicos en torno a un antojito. La sombrita —que va desde la proporcionada por un frondoso árbol en el campo hasta la de un espacio arquitectónico que juega con la luminosidad de una ciudad oscura— proporciona protección contra las condiciones externas, permitiéndonos disfrutar de los alimentos con tranquilidad. La espiritualidad otorgada a los antojitos consumidos en ocasiones especiales —en conjunto con el sazón y la sombrita— promueve la convivencia de las personas más allá del plano material. En México, la comida no es sólo alimento para el cuerpo, sino también para el espíritu y ha forjado una parte esencial de nuestra identidad como mexicanos.

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