Por: Ernesto Sánchez Pineda*
Y fueron los años los que me convencieron de que todo había sido un error desde el principio. No pude más que contener entonces la sonrisa iracunda que se me escapaba involuntariamente por las noches, cuando cerraba los ojos. Desfilaron en mi memoria muchas de las bocas que me habían apuntado todos los defectos de nuestra relación. Los míos, los de ella. Traté de silenciar las voces con tragos de alcohol, primero de cerveza y después de tequila y después con cualquier cosa que estuviera en los estantes. El procedimiento tenía el efecto deseado; la recuperación, por otro lado, era intestina y violenta, era una muerte pequeña, un suicidio apagado por la respiración. Sobre todo, porque, después de algún tiempo, entendí que pase lo que pase, el recuerdo es un lugar que deberíamos de evitar al buscar una justificación.
Un día me levanté, titiritando de angustia porque la alacena se encontraba vacía. En realidad se encontraba vacía desde hace tiempo, pero ahí guardaba las botellas que a veces no me terminaba, los chisguetes que sobraban de los borrones pasados. Me tiré en el suelo, como verraco malcriado, y lloré. Lloré en silencio y sin lágrimas. Mi boca se movía rítmicamente como si un ventrílocuo malo se hubiera apoderado de ella y quisiera provocar un gesto olvidado. Traté de pedir auxilio. Desistí. Sabía que este mundo y todos sus habitantes estarían mejor sin mí. En realidad, para ellos, yo era indiferente. Ser indiferente es peor que la muerte, niega el reconocimiento de existencia o le da importancia nula, no válida, equivalente a nada.
Callé pues. Y dejé de moverme. Estaba exhausto. Sólo mi boca seguía con su rítmico movimiento involuntario.
Estático, me fundí con el suelo de la cocina. Una mancha de mugre sobre los mosaicos. Mis ojos perforaron el techo y vi a mis vecinos de arriba, que compartían una mueca en sus rostros que solía reconocer en otros tiempos. Tomaban el café, junto a la ventana. Los restos de un desayuno todavía se encontraban en los platos. Un aroma mezclado con la brisa matutina impregnaba el cuarto. Sobre la mesa entrelazaban sus dedos. Platicaban trivialidades con hipócrita intensidad. Se escuchaban.
Una convulsión etérea circuló por mis venas. El recuerdo, maldito, provocó que vomitara. No moví la cabeza. Fui estoico. El líquido amarillo inundó mi boca, recorrió con parsimonia los huecos donde deben ir las mejillas y goteó en el suelo. Mis labios, que no habían estado quietos toda la mañana, quedaron inmóviles. En cambio, el ritmo lo tomó mi cuerpo, con movimientos espasmódicos que nunca me había creído capaz de ejecutar. Mis ojos clavados en el techo. El recuerdo de una sonrisa, por fin, desvaneciéndose.
*Ernesto Sánchez Pineda (San Luis Potosí, 1982). Licenciado en Letras Españolas por la Universidad de Guanajuato y Maestro en Literatura Hispanoamericana por el Colegio de San Luis. En 2011 ganó en el rubro de Jóvenes Creadores, la beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes (FECA) en San Luis Potosí y, en 2015, en el mismo rubro, la beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA).
Twitter: @netaz16