Para el cantautor Facundo Cabral las personas no fallecían sino que se mudaban a un lugar donde se hacían eternas, así que el martes 9 de julio el músico argentino cumplirá dos años desde que la muerte lo obligó a cambiar de residencia. El cantautor dejó atrás una estela de amigos, entre quienes está Percy Llanos, fundador de Contemporánea Producciones Artist, que lo acompañó en los momentos finales de su vida y quien cuenta esa experiencia en el libro Facundo Cabral: Crónica de sus Últimos Días.
A continuación, un fragmento, publicado en Prodavinci, por Percy Llanos y Gabriela Llanos.
2 DE JULIO DE 2011
MANAGUA
Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
que al volcar el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de gloria
se gana de eternidad.
Manuel Machado
LA GENTE IMPRESCINDIBLE
–No sé, Percy, creo que no me conviene viajar ahora. El cuerpo me está pidiendo un respiro, quedarme quieto en un rincón…
Las palabras de Facundo Cabral, por teléfono y con el tono desgarrado de un tango, me confinaron a una larga pausa. Faltaban dos semanas para empezar la gira por Centroamérica: un viaje que organizamos los dos juntos una tarde de abril sentados en la cafetería del Hotel Suipacha de Buenos Aires, donde él residía desde hacía quince años. Aquella tarde me contó que su salud se había deteriorado mucho, generándole problemas cotidianos que lo obligaban a una asistencia médica constante. Entonces acordamos que sería una gira cómoda de una semana con sólo tres conciertos, Managua, Guatemala y Quetzaltenango; distancias cortas, días alternos de descanso y que el once de julio, sin falta, estaría de regreso para iniciar su nuevo ciclo de quimioterapia.
–Tranquilo, mi viejo. No te preocupés. Voy a hablar con los productores de allá a ver cómo lo arreglo –le respondí sin pedir más explicaciones, adecuándome a la solidaridad sin aspavientos que él me demandaba.
Para mí era una experiencia completamente nueva. Aunque conocía a Facundo Cabral desde hacía casi cuarenta años, estaba acostumbrado a hablar con el artista, con el amigo, obviando los asuntos técnicos y económicos que resolvía con sus managers personales, Emilio Valencia primero y Pablo Pérez Iglesia después. Pero esta vez dependía únicamente de mí convencerlo. Ensayé a solas una posible negociación: desplegar un ánimo superlativo para recordarle los teatros a reventar y el calor del público que lo estaba esperando; despertarle el famoso duende de los artistas, esa voz interna con cadencia de ego que en tantos años de profesión me resultaba de la familia, confiando en que Facundo Cabral, como todos los grandes, no iba a desperdiciar la oportunidad de cantarles un rato y hablarles otro a sus seguidores más fieles. Sin embargo, y aún hoy no tengo claro los motivos, dejé pasar los días: ausentes de noticias, apurando los límites. Decidí plegarme al silencio. Sin sospechar que ese, precisamente, sería el resultado de nuestra última aventura juntos.
–Che, decime: ¿Están todas las entradas vendidas? –me preguntó Facundo una semana antes de viajar a Nicaragua–. Y bue… siendo así, qué se le va a hacer. ¡Dale, nomás! Total, en una semana estoy acá de vuelta visitando matasanos…
Finalmente aterrizamos en Managua el dos de julio de 2011. En el Aeropuerto Internacional Augusto César Sandino nos estaba esperando el productor local, Henry Fariñas. Facundo lo saludó afectuosamente. Se habían conocido dos años atrás en una gira y mi amigo Pablo Pérez Iglesias me advirtió de que «el tipo es un fan total». Me llamó la atención su juventud. Fariñas rondaría los cuarenta años. Moderno, delgado y ejecutivo, pegado al iPhone, al iPad y a todos los juguetes electrónicos, se acercaba más a un yuppie acomodado que a los empresarios del espectáculo centroamericano que yo había conocido: los de las guayaberas prietas, los kilos de más y los Cohiba siempre en la boca. «¡No te lo vas a sacar de encima!», me presagió Pablo desde Buenos Aires, y en ese saludo en el aeropuerto supe que era verdad: que Fariñas, como tantos otros, deseaba acumular momentos, anécdotas, charlas; las frases de Facundo Cabral que luego se volvían propias; la posibilidad de intimar con el hombre que componía canciones y sentencias por encima del bien y del mal.
Llegamos al Hotel Barceló. Al bajarnos del coche tuvimos el primer contacto con el clima, siempre cálido, de Managua. Dejamos el equipaje y Facundo propuso ir a ver el teatro en el que al día siguiente ofrecería su primer concierto de la gira. Estaba contento, despejado, conversador; potenciando ese carisma que, a conciencia, iba cautivando sin remedio. El Teatro Nacional Rubén Darío está a pocos minutos del Malecón, a orillas del lago Xolotlán, «el antiguo centro histórico de Managua», nos explicaba Henry Fariñas, subrayando orgulloso que el teatro, uno de los más importantes de Centroamérica, logró salir ileso del terremoto de 1972 que arrasó con media ciudad. «Menos mal que acá estamos seguros», bromeaba Facundo mientras recitaba entusiasmado a Rubén Darío:
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
–Che, Percy, ¿de qué poema son estos versos?
–Es la famosa Canción de otoño en primavera. ¡Qué lindo! ¿No?
–Y qué cierto…
–Letanías de nuestro señor Don Quijote es mi favorito –dijo Fariñas empezando a hacer memoria.
–¡Qué lástima! –lo interrumpió Facundo–. Ese tampoco lo conozco. Y bue, en realidad he leído muy poco a Rubén Darío. Y eso que Borges me lo advirtió un día, ¿esa te la conté, Percy?, que Borges me dijo que me iba a arrepentir, que no me podía ir de este mundo sin haber leído todo lo de Rubén Darío.
–Porque Borges, que tanto había combatido a Rubén Darío, terminó reconociendo que fue el «libertador de la poesía» –apostillé, como siempre que hablábamos del tema.
–Borges era un «contreras» –se reía Facundo–. Si llega a vivir unos años más, y eso que no es poco lo que aguantó el viejo, habría terminado por reconocer que le gustaba el fútbol. Como aquella que se mandó en el Mundial del 78 justo el día en que debutaba la Selección Argentina…
¿Esa te la conté, Percy?
Sí, esa también me la había contado. Jorge Luis Borges decidió dar una conferencia sobre la inmortalidad la misma tarde del debut de la albiceleste, para contrarrestar la estupidez humana que para él representaba el fútbol. Una y mil veces me la había contado Facundo, coronada con otra historia, una leyenda urbana sacada de una biografía no autorizada del escritor, que asegura que el fútbol, concretamente una mala patada ocurrida en 1930, dejó ciego a Borges, sin más opción en la vida que ponerse a escribir. «¡Bendito sea entonces el fútbol!», decretaba Facundo mirando al cielo con regocijo. «¿Te imaginás la macana que habría sido para el mundo entero que Borges fuese un Maradona?».
Porque para Facundo Cabral había gente imprescindible, necesaria, cuya ausencia se convertía en una catástrofe irremediable para la humanidad. En ese grupo mezclaba personas de lo más variopintas, desde Jesucristo, la Madre Teresa de Calcuta, San Francisco de Asís, Gandhi y Gautama Buda, pasando por Eva Perón, Jorge Luis Borges, Walt Whitman y Atahualpa Yupanqui, hasta llegar a Julio Iglesias o a Paloma San Basilio. Gente indispensable, superhéroes a los que había que dejar vivir en paz para que nos dieran lo mejor de sí mismos. Por eso, la primera vez que coincidió con Borges en La Galería del Este de Buenos Aires, le rogó a sus compañeros militantes de la canción protesta que no lo molestasen, que a lo mejor estaba en medio de una idea genial y que una interrupción innecesaria «no podía joder de esa manera a la literatura universal».
–Pero no me hicieron caso los pelotudos –continuó la historia cuando caminábamos hacia el teatro–. Se largaron, nomás: «Buenas tardes, colega». ¡Sí, «colega» le dijeron! «Porque nosotros también somos escritores»…
–¿Y Borges les dio bola?
–Y… sí. Capaz le dimos lástima, aunque ya no veía muy bien en esa época. Enseguida nos preguntó: «¿Y sobre qué escriben ustedes?» –siguió imitando la voz oscura, densa y cerrada de Borges–. «Componemos canciones de protesta», le soltó uno de los más cancheros, y Borges nos dijo: «¡Huy, che, eso debe ser muy difícil! Tener que estar todo el día tan enojado».
–¡Los mató sin sangre! –opiné divertido.
–Borges era un maestro, che. Hasta para dejarte tirado en la lona…
Llegamos a la entrada principal del Teatro Rubén Darío, flanqueada por una frondosa docena de palmeras. En el lobby nos esperaba un guía de sala, joven y dispuesto, destilando emoción de primerizo por los cuatro costados. Entramos en el auditorio, «mil doscientas localidades y todas vendidas», le dijo Henry Fariñas a Facundo, mientras el guía, centrado en las bondades del sonido, nos señalaba el techo: «Un hermoso cielo ornamental que en realidad es un velo acústico transparente». Después pasamos por los camerinos, «el privado para las estrellas», ubicado en el sótano, y «el de los cambios rápidos», en un lateral del escenario. «No te gastés, pibe, que este no lo voy pisar; por no cambiar, últimamente yo no cambio ni de tono», bromeó Facundo para acabar de destruir las mejores intenciones del guía del teatro. Finalizamos la visita y Fariñas nos dejó en la puerta del hotel cuando estaba anocheciendo.
Facundo y yo elegimos cenar en el restaurante La Fontana, dentro del Hotel Barceló. Había empezado a llover y el bochorno nos obligó a resguardarnos a gusto en el aire acondicionado. Frente a dos bifes poco hechos que fueron pedidos al punto, y habiendo soltado la queja reglamentaria «porque en ningún lugar del mundo saben hacer la carne al punto argentino», volvimos a discurrir sobre su amistad con Jorge Luis Borges, pues tras aquella desafortunada embestida de sus compañeros de la canción protesta, yo no habría dado un peso por la entrañable relación que los unió en el futuro.
–Borges debía tener un ego exagerado, ¿no? –le pregunté llenando su copa de vino tinto y la mía de Coca-Cola.
–¿Te acordás de ese chiste que decía que el ego es «el pequeño argentinito que todos llevamos dentro»? ¡El de Borges era un porteño gigante!
–Como el de todos los artistas –decreté convencido
–Yo he intentado salvarme de la dictadura del ego; toda mi vida. El ego me parece un tema muy mental, intelectualizado. Yo soy más hincha de las cosas espontáneas, las que salen del corazón. ¿Vos creés que soy un tipo egocéntrico, che?
–Y… si millones de personas cantaran mis canciones y me vieran como a un gurú de la palabra, seguramente me la creería un poco. De todas maneras yo fui testigo de un gesto tuyo hermoso, de una humildad sobrecogedora.
Escondido tras sus anteojos oscuros, Facundo Cabral me miró atentamente, porque esa vez sería yo quien le contase una historia repetida: ocurrió en el año 1997, durante una de mis giras con el maestro Marcel Marceau. Habíamos llegado a Buenos Aires para hacer cinco funciones en el Teatro Coliseo y llamé a Facundo para invitarlo al estreno. Le reservé una entrada de platea, en primera fila, y desde un rincón del escenario lo descubrí conmovido, completamente absorto en el espectáculo. Lo mejor de Marcel Marceau tenía dos partes: la primera, una antología de pantomimas célebres del maestro; la segunda, una selección de sketchs protagonizados por Bip, su mítico personaje de la flor en el sombrero. Al terminar la función, después de los autógrafos y felicitaciones en el camerino, fui a buscar a Facundo para que nos acompañara a cenar. No quería perderme el placer de juntarlos en la misma mesa. El productor local, mi buen amigo Pity Iñurrigarro, me informó que Facundo había salido corriendo del teatro justo cuando acabó la representación. Finalmente lo encontramos en la calle Libertad, en la puerta del restaurante Edelweiss, cargado con un montón de hojas sueltas, escritas y dibujadas.
–¡Sí, me acuerdo! –me interrumpió Facundo–. Al final de la última escena, la de las máscaras, cuando el pobre Bip llora desconsolado porque no se puede sacar la máscara de la risa… ¡Qué hermoso! Me entró un delirio de grandeza y salí rajando a mi hotel para buscar los bocetos de un espectáculo que estaba preparando…
–Y cuando nos sentamos a la mesa felicitaste a Marcel Marceau, lo miraste un largo rato a los ojos y empezaste a romper tus bocetos.
–¡Más vale! ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Qué iba a opinar el «dios del silencio» de la propuesta delirante de un simple mortal? –se cuestionó a sí mismo.
–¡Pero lo emocionaste al maestro! –reviví aquella noche con nitidez–. Marcel Marceau te dijo que te comprendía perfectamente porque a él le pasó lo mismo cuando conoció al genial Charles Chaplin.
–¿Te acordás que después nos contó un sueño que tuvo con Chaplin? –me dijo Facundo retando a su memoria–. ¡Era un sueño bárbaro! Marceau estaba en un aeropuerto y vio pasar a Chaplin caminando como en las películas…
–Como su personaje, Charlot.
–Lo siguió y cuando estuvieron frente a frente se dieron un abrazo. Marceau estaba feliz en el sueño, pero se pellizcaba para recordar que no era real, que eso no podía estar ocurriendo, que él estaba dormido…
–Y entonces Chaplin lo miró y le dijo: «No te pellizques más, Marceau, que el sueño es mío».
–¡Qué lindo, che! Por ratos como ese del Edelweiss vale la pena vivir –afirmó Facundo rellenando su copa de vino–. ¿Así que a esto querías llegar con lo de mi acto de «humildad sobrecogedora»? Espero que se la contés a mis enemigos…
Juntamos su vino tinto y mi Coca-Cola en un brindis: «Por el maestro Marcel Marceau», propuso Facundo, «que pasó a la eternidad sin tener que ver los dibujos del ‹poeta loco›, como me bautizó aquella noche». Nos trajeron el postre, dos panqueques de banana flambeados, y Facundo me preguntó si yo me había atrevido a acercarme a alguno de mis personajes admirados, «y no puntúa que me digás que los conociste a todos por trabajo, eh, que yo me refiero a entrarles así, a calzón quitado». Le respondí rápidamente y la verdad: nunca asumí ese riesgo porque la timidez me habría jugado una mala pasada. Sin embargo, su pregunta me hizo revivir en silencio uno de esos recuerdos que se vuelven escalofrío: mi barra de amigos y yo, a los dieciocho años, frente a la puerta de Radio Universidad de Córdoba, viendo pasar a los artistas que nos resultaban tan lejanos porque no había televisión. Muchos fueron los famosos que pasaron delante de nosotros, pero los que a mí me impactaban, los realmente imprescindibles, eran los locutores de la radio. «Yo voy a trabajar con estos tipos –les aseguraba a mis amigos– y me van a tener que querer… porque encima voy a ser su jefe».
–¿Vos sabés que yo también fui tímido? –me confesó Facundo trayéndome de nuevo al presente–.
Hace mucho tiempo de eso, cuando laburaba en el campo. Por eso me llenaba el cuerpo de vino, hasta que fui a parar al reformatorio…
–Y allí un jesuita macanudo te enseñó a leer –me adelanté porque esa historia suya también la conocía.
–Sí, esa te la conté, pero lo que te iba a decir es que yo era tan tímido que la primera vez que vi actuar a Atahualpa Yupanqui, a los catorce años en el Club Social de Balcarce, no me atreví ni a mirarlo de cerca. Y eso que en mi casa cuando se nombraba a Yupanqui mi vieja nos obligaba a ponernos de pie.
–Pero después te hiciste amigo…
–Y se lo confesé. Le dije: ¡Usted es mi padre! Se quedó muerto el viejo. Y es cierto, che. Gracias a Yupanqui yo me convertí en cantor. En aquel club de Balcarce yo pensé: ¡Qué lindo oficio! Caminar, cantar y contar lo que vas viviendo. Hasta me inspiró una canción:
El oficio de cantor
es tarea venturosa,
para el sediento la copla
es agua milagrosa,
o compartir con Ciriaco
esa cuestión misteriosa,
que es nada más que la vida
aunque la llamen milonga.
Después del café nos trajeron la cuenta. «Si nos va bien en el concierto de mañana, te pagamos, si no… que Dios te lo pague», bromeó Facundo con el camarero. Firmé la nota y caminamos juntos hacia los ascensores. Facundo se percató de que había olvidado su llave dentro de la habitación, así que lo acompañé a pedir una copia. «Señor Cabral, hay un paquete para usted», nos informó la chica de la recepción y le entregó una caja marrón enorme que abrimos al segundo. Era la colección de obras completas de Rubén Darío. «Qué la disfrutes», había escrito y firmado el productor local de Nicaragua, Henry Fariñas.
***
“Facundo Cabral. Crónica de sus últimos días”
Percy Llanos y Gabriela Llanos
Editorial Alfa (2013)
Con información de agencias.