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jueves, abril 25, 2024

25 de noviembre, con N de “¡ni una más!”

por Liliana García Rodríguez.

Llegamos aquí presurosas…
Hemos venido,
convocadas por un sueño.
Las mujeres
recorremos las plazas del mundo
desplegando palabras.
Hemos llegado de todas partes
unas tristes,
otras alegres,
algunas rotas.
Trazando arcoíris
con nuestros colores de piel,
constelaciones
con nuestras miradas.

Guisela López

 

El 8 de marzo de este año salimos. Las calles se inundaron con pañuelos verdes y morados, consignas, sonrisas, sonidos apaches y bailes en manada al ritmo de ese canto que viajó desde el sur. Salimos a gritar por nuestros derechos, seguimos los pasos de quienes encabezaban cada marcha: las madres que buscan a sus hijas desaparecidas, que persiguen justicia por sus asesinatos y sueñan con un consuelo del alma tras el golpe mortal. Fue la marcha feminista más grande y extendida en este país. Caminamos al lado de amigas y compartimos una vivencia paradójica, allí nos reunían motivos penosos pero nos envolvía un ambiente casi festivo en el que intercambiamos sonrisas, miradas, abrazos y apretones de manos. Al día siguiente nos quedamos en casa, nuestro silencio y soledad construyó un espacio voluntario y sororo en el que pensamos un poco más en ellas: Esmeralda, Rubí, Alejandra, Sagrario, Lesvy, Ingrid…

Entonces no sospechamos que permaneceríamos en el encierro durante el resto del año, pero cualquiera de nosotras habría sabido que, en una situación hipotética que planteara la necesidad de no salir de casa, la violencia contra las mujeres y niñas aumentaría. A ninguna de nosotras nos sorprendieron las cifras, que crecen tanto como nuestra indignación. Y así llegamos a la víspera del 25 de noviembre, el día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer. La fecha está marcada por el aleteo de tres mariposas: Minerva, Patria y María Teresa Mirabal. La historia es conocida. En República Dominicana, durante el régimen de Rafael Leonidas Trujillo, las hermanas fueron asesinadas por la única razón de que estaban en pie de lucha por los derechos humanos. Murieron luchando y así las recordamos cada 25 N.

Su memoria es también un recordatorio de que el problema de la violencia contra las mujeres sigue sin solución. Las cifras son tan conocidas como la historia de las mariposas: hoy en el mundo, por cada tres mujeres, una sufre o ha sufrido violencia. La mitad de las víctimas mortales por feminicidio perecen por la mano de un varón conocido, en quien alguna vez depositaron su confianza. Un peligro mortal atraviesa al amor romántico, al grado de que se ha identificado un lapso de peligro a los seis meses que suceden a una ruptura, es entonces cuando acontece un número importante de los feminicidios. Esta violencia mata a tantas mujeres como el cáncer y supera a las ocasionadas por accidentes. La información se encuentra en ONU Mujeres y se cita en cada recomendación emitida a los gobiernos.

Durante este año se agudizó la situación y Guanajuato se convirtió en el estado con mayor número de asesinatos de mujeres en el país, superando a Ciudad Juárez y al Estado de México. El problema se extiende y agrava, al tiempo que diversas colectividades dan la batalla en contra de la omisión y del olvido. El concierto de voces que combate estas violencias se escucha desde diversas trincheras: abogadas, activistas, psicólogas en líneas de atención, escritoras, cineastas, etc. Pero hay una voz que sobresale de entre todas: la de las madres de las muchachas asesinadas o desaparecidas. Su dolor y rabia se han convertido en un referente de lucha, circunstancia que propone una reflexión en torno a la gravedad de nuestra situación.

La pregunta que salta enseguida es por qué son ellas quienes se encuentran en la primera fila de todos los frentes. La cuestión obliga a detenerse inmediatamente para dar uno o varios pasos atrás. Por qué son ellas quienes encabezan las marchas, luchan en la Suprema Corte en torno a la debida diligencia, piden audiencias ante las fiscalías, recaban evidencia de los crímenes, dan seguimiento a la carpeta de investigación, organizan las brigadas de búsqueda tras la desaparición. El papel que tienen las madres de las víctimas hoy es un síntoma de un aparato de justicia contaminado por un número importante de personas y modos que entorpecen el paso que dirigiría hacia el paradero inmediato de las víctimas o a la justicia. Que sean ellas quienes encabecen cada paso refleja la hondura del abandono en el contexto legal y, acaso, también social.

Sus voces también suenan en la narrativa en torno al feminicidio. La prensa ha avanzado muy lentamente en relación con el relato de dicha injusticia; en la década del 90, en Ciudad Juárez, coreaba las declaraciones de las autoridades que culpaban a las propias víctimas. Por otro lado, las y los periodistas que se distanciaron críticamente de esta versión, sufrieron todo tipo de amenazas y las investigaciones realizadas en medio de tal peligro, constituyen hoy fuentes confiables y valientes en torno al suceso (como los trabajos de Diana Washington y Sergio González Rodríguez). Esta circunstancia podría explicar que la situación encuentre un espacio narrativo potente y prolijo en el documental cinematográfico. A diferencia de la nota periodística, el documental es menos visible, su distribución no está enfocada solo en la localidad y la investigación previa es un poco más discreta. El tiempo que requiere la producción del documental permite, por su parte, detenerse en un proceso comprensivo desde una mirada externa que se acerca al entorno y a las personas involucradas. Se torna en una experiencia de sentido, un acercamiento.

El documental cinematográfico, por lo general, reúne información de diversa índole: como del aparato legal, los medios de comunicación, investigaciones académicas, periodísticas y testimonios de las personas cercanas a las víctimas. De frente a una realidad compleja, organiza la historia y, sobre todo, se acerca a los rostros y las voces en primera persona. Ante ello, a veces, la honestidad se abre camino para brillar en la pantalla con una verdad difícil de sostener. Nos acerca a la oscuridad de la pérdida y revela el milagro de la supervivencia. Así, es posible trazar una tendencia, cada vez más marcada en el documental nacional, de poner en primer plano a las madres de las víctimas. Son las voces con mayor credibilidad y experticia. Desde 2001, con Señorita extraviada, de Lourdes Portillo hasta 2020 con Las tres muertes de Marisela Escobedo, de Carlos Pérez Osorio, el documental cinematográfico que se introduce en el desgarro de la violencia feminicida en Ciudad Juárez, ha pasado de la figura de la hija extraviada a la madre que muere tres veces ante las pérdidas que suceden al asesinato.

Vale la pena señalar algunos trabajos que sobresalen. El primero, sin duda, es Bajo Juárez. La ciudad devorando a sus hijas, dirigido en 2006 por la talentosa Alejandra Sánchez. La cercanía respetuosa y sensible a Norma Esther Andrade, madre de Lilia Alejandra y cofundadora de “Nuestras hijas de regreso a casa”, marca el momento que define con toda claridad la potencia narrativa de colocar a las madres en el centro. Ninguna nota periodística o trabajo académico ofrece la experiencia de sentido que logra la imagen de Norma sonriendo ante el recuerdo de Alejandra. En este tenor, en 2009, Rafael Bonilla dirige La carta: Sagrario, nunca has muerto para mi, que sigue la narrativa de Paula Flores Bonilla, madre de Sagrario y cofundadora de “Voces sin eco”. Y aunque son conocidas las conmovedoras cartas que Paula escribe para Sagrario, escuchar su voz y mirar sus gestos, abren una posibilidad de comprensión empática que dimensiona con hondura la pérdida. Y en 2016, el Programa de Proequidad del Instituto Nacional de las Mujeres produce Ecos en el desierto, dirigido por Alejandra Aragón. Se trata de un documental interactivo que proporciona documentos como notas periodísticas, fotografías, notas forenses, etc. de descarga directa en el sitio y reúne ocho cortometrajes documentales en los que las madres recuerdan algún rasgo de sus hijas arrebatadas y narran sus luchas. Esta obra se centra en el aporte de las madres a la denuncia de la violencia feminicida y a favor de los derechos de las mujeres, en el camino que han recorrido pugnando por justicia para sus hijas y el esclarecimiento de su desaparición y feminicidio.

Y es que narrar experiencias como esas es una tarea que exige una comprensión respetuosa que acompañe los pasos que tienen lugar en todo el suceso: desde la historia de vulneración de las víctimas, ya sea en la violencia de la relación amorosa o en la explotación de la maquila; en el momento de la desaparición y búsqueda inmediata, a pesar de las autoridades; el hallazgo del cuerpo y el aparato de peritaje de cada caso; el desarrollo de las líneas de investigación; el juicio, si llega; el activismo y las protestas en torno al feminicidio… Y son las madres de las víctimas quienes encabezan cada uno de esos momentos.

Paula, Norma, Ramona, Aracely, María Eugenia, Lidia, Araceli, Adela, Lorena, Irinea, Marisela… mujeres que sostienen a este país con su padecer, también son el síntoma más alarmante de la injusticia.

Sporadikus
Sporadikus
Esporádico designa algo ocasional sin enlaces ni antecedentes. Viene del latín sporadicos y éste del griego sporadikus que quiere decir disperso. Sporás también significa semilla en griego, pero en ciencia espora designa una célula sin forma ni estructura que no necesitan unirse a otro elemento para formar cigoto y puede separarse de la planta o dividirse reiteradamente hasta crear algo nuevo. Sporadikus está conformado por un grupo de estudiantes y profesores del departamento de filosofía de la UG que busca compartir una voz común alejada del aula y en contacto con aquello efervescente de la realidad íntima o común. Queremos conjuntar letras para formar una pequeña comunidad esporádica, dispersa en temas, enfoques o motivaciones pero que reacciona y resiste ante los hechos del mundo: en esta diversidad cada autor emerge por sí solo y es responsable de lo que aquí se expresa.

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