El género del horror le daría el mayor regalo a vincent price: poder interpretar a Shakespeare de manera profesional.
Vincent Price siempre fue un actor completo que por desgracia no tendría la atención que necesitaba, enfrascado siempre como el sujeto de cajón que podía interpretar villanos estrafalarios y de tono burlón delicioso, fuera dentro de comedias o en el terreno del horror, precisamente el género que más alimento a su leyenda generó. Quizás fuera porque el mismo Price se cerraría las puertas en una industria que apenas y perdona, porque resulta que una de las fascinaciones nunca cumplidas del actor fue la de interpretar algún papel dentro de la vasta obra de William Shakespeare.
Esto suena más a maldición que alguna otra cosa, porque Price para el año de 1963 se encontraba en problemas económicos severos: acababa de ser operado de una úlcera por segunda ocasión y esto le hacía pensar que trabajar en producciones API de Roger Corman era menos demandante que la oferta que más le apetecía: interpretar a Próspero en La Tempestad de William Shakespeare, al lado de Katherine Hepburn con el papel de Miranda (que a pesar de su edad, tomemos en cuenta de que estaba en su etapa de teatro shakesperiano), entre eso y que también la oferta de 500 dólares por ocho semanas no le parecía suficiente como para sus gastos médicos y la pensión familiar tras su divorcio.
Ese rechazo le caería como un cubetazo de agua fría, porque si bien Price llegaría a trabajar en teatro como cuando hizo a Fagin en el musical Oliver!, jamás con estas convenciones que lo podrían catapultar a la seriedad que su carrera necesitaba para salir de ese bache cliché… pero Vincent Price lejos de verlo como una derrota siempre se mostró agradecido. No renegaba del horror sino que lo defendía, como un género de alto valor y con la misma seriedad artística comparable a Shakespeare porque finalmente, si no podía interpretar a los héroes y villanos del Bardo, lo que sí hacía era algo más complejo: “Ser un villano del horror te obliga a caminar una fina linea entre el el género y el humor, tienes que hacer gritar a la audiencia y también hacerlas reír… pero Dios te perdone si los haces reír y luego gritar. Los villanos son interesantes, mucho más a comparación de los protagonistas tan aburridos, y conforme creces te vuelves mejor, las arrugas y las canas te ayudan bastante”.
Tardaría cerca de una década en que alguien finalmente pusiera el camino de Price y sus exitosas apariciones del horror, con su sueño. La oferta vendría de parte de Sam Jaffe, su antiguo mánager y aún más viejo amigo que le contó de un proyecto que se estaba desarrollando idea de John Kohn y Stanley Mann. Estaban ideando la película de un antiguo actor de teatro shakesperiano que tras una larga ausencia por unas críticas negativas, vuelve de entre los muertos para vengar su reputación manchada matándolos con escenas sacadas de las obras clásicas… el guión estaba siendo escrito de forma exclusiva para que Price lo aceptara y esto, le ha de haber llegado al alma porque ni tardo ni perezoso aceptaría lo que hasta el día de su muerte, se trató de su papel favorito.
El mercader de la muerte -o conocida en ocasiones como Matar o no matar, ese es el problema– es una diablura que sirve particularmente para endiosar a Vincent Price en un nivel metanarrativo y en donde el actor se puede dar espacio a una reflexión bastante honesta y a veces trágica de lo que ha sido su carrera, claro… sin omitir que es una sátira presentada en un tono vulgar y repleta de gore.
Y es que no es nada complicado asociar a Price con su Edward Lionheart. Ambos actores centrados en un género al que los críticos les terminan repugnando (curiosamente en el personaje fílmico asociado a sólo hacer adaptaciones de Shakespeare, jamás a otros rumbos como los nuevos medios o el horror), Lionheart resulta ser caballo de un sólo truco ensimismado en su acción y los críticos por su parte, han dedicado incluso un grupo de discusión y ataque exclusivamente para la ofensa del pobre hombre que frente a las constantes burlas de sus enemigos asiste a una reunión para reclamarles entre lágrimas sólo recibiendo desvíos de miradas, poca atención y finalmente ni una muestra de empatía cuando este amenaza con suicidarse.
El orgullo de Lionheart queda pisoteado, porque si no obtiene su mejor apoyo a través de la crítica especializada se termina regodeando con la clase más baja, la que vive en la inmundicia de Londres bebiendo destilados morados y en donde encuentra un séquito de borrachos pendencieros que forman parte de su trágica broma, en donde constantemente intenta representar con fidelidad a Shakespeare y sus acomplejados personajes sólo para no ser tomado en cuenta, lo cual de nuevo, no se necesita ser un genio para inferir a qué está apuntando la película de Douglas Hickox.
Curiosamente en este viaje de orgullo y venganza que Lionheart termina en cierta forma haciendo dos cosas: desvirtuando el legado de Shakespeare para acomodarlo a sus intereses que sólo Dios sabe cuándo serán saciados, y de alguna forma interpretándose como un recurrente tropo del Bardo; no sería extraño asociar esta reflexión de la violencia per sé a cosas como Titus Andronicus (por mucho la carnicería de Shakespeare por excelencia) en donde este camino no ofrece victoria tratándose de una sed que en realidad nunca sacia y termina arrastrando a un vórtice de maldad a seres queridos, que en este caso ocurre entre Lionheart y su más fiel compinche ahora retomando al Rey Lear con su hija Edwina (Diana Rigg), el único eslabón de decencia de Lionheart quien parece medio frenarse al encontrar una única admiradora, una que tiene el mismo rigor interpretativo de su padre a tal grado de que, cuando está en el escenario porta una vestimenta masculina -que por alguna razón le hace parecer al vocalista de Electric Light Orchestra, situación que hasta el día de hoy no me deja en paz- entre un chiste sobre el caso de la nula aparición de mujeres en el escenario durante la época de Shakespeare y también como una codificación de género sobre todo si tomamos en cuenta de que Ludwina sigue usando este disfraz a pesar de que ya se nos reveló quién es en realidad.
Es una película que se le puede extraer esta declaración melancólica, y a pesar de eso sigue siendo efectiva y bastante entretenida. Su argumento dentro de los confines del slasher es tomado de forma muy ligera, a tal grado de que en realidad existe una nula complejidad de sus antagonistas, ese grupo de críticos que van siendo objeto de las torturas de Lionheart y que, pese a las circunstancias siguen siendo igual de estúpidos para constantemente caer en las mismas trampas propuestas por el decadente actor en maquillaje.
No busca complicar las cosas con un tono grisaceo frente a estos tipos y son carne de cañon que constantemente pasa de tortura en tortura, pero que celebramos en una relación bastante malsana dentro de las obras de Shakespeare, desacomplejadas dentro de unos términos más cercanos al grand guignol, aunque ciértamente podría debatirse si este tipo de teatro vulgar tiene su origen precisamente con el célebre autor. Y más importante, es que El mercader de la muerte es un proyecto de ego sobre una vieja estrella del horror prestado a un capricho para seguir ofreciendo las glorias por las que lo amamos, esto es algo que en tiempos modernos resulta inaudito.
Price, junto a sus amigos y compañeros dentro del género se prestaban a esta constante reflexión crepuscular de lo que significaba haber puesto cuerpo y alma en el horror para ser desperdigados cuando ya no eran funcionales, siempre resguardados por estudiosos del género fueran fanáticos de la infancia que ocasionalmente se volverían académicos. En estos tiempos del horror cuesta mucho trabajo pensar en una estrella que fuera capaz de sensibilizarse de tal forma y a la vez prestarse a la propagación de lo que lo hizo amado, de ser un rey de lo macabro.
Ya no los hacen como antes.
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