A veces lo único que necesitas para hacer una comedia romántica no es dinero, ni actores destacados… es un animatronic de feria de tiranosaurio rex.
Muchas veces el arte es una expresión que sale bajo las limitantes de la realidad. El resultado de soñadores de grandes aspiraciones pero que bajo los influjos de un pesimismo capitalista, estos no pueden expandirse en objetivos logrados. Es quizás la mayor tragedia del arte, del que se encuentre sujeto a las condicionantes económicas la mayoría del tiempo y que por eso, nunca hayamos tenido la oportunidad de conocer las voces que pudieran aportar algo interesante al conversatorio cultural, ahora dispersos en la cotidianidad de la vida no bohemia, enfrascados en salas de juntas y hojas de cálculos en Excel. Quizás estos, tengan la oportunidad de ver arte, en lo que sus tiempos libres les permite y de vez en cuando burlarse de la torpeza de aquellos que, con las mismas condiciones que ellos, no dejaron que esto fuera una obstrucción para presentar sus historias o sus expresiones… el que fueran efectivas o no son valores secundarios porque ellos lo lograron.
Eso fue por mucha parte la vida de Stewart Rafill.
Rafill llega a Hollywood en los setentas, principalmente enfocado en la renta de animales salvajes para recrear escenas de riesgo, es precisamente esa rama de producción lo que le permite comenzar sus pininos como director, enfocado a realizar un ciclo de casi 10 años de películas para niños de aventuras con lo salvaje en una homologación de las ideas provenientes de las obras de Jack London, pero sin precisamente tener la gracia poética y salvaje del famoso autor (es de hecho un género al que volvería incluso pasada su infamia para cuando Disney buscaba tener material exclusivo de su canal televisivo). Ya entrados en los ochentas Rafill se dedica a hacer rip offs de famosos blockbusters por lo que no es extraño ver que Los piratas del hielo (1984) llegue tarde al juego de la ópera espacial como lo fueran Krull (Peter Yates, 1983) e incontables películas de Roger Corman que buscaban sacar partida del éxito de todo lo que imitara ser Star Wars, y por supuesto, su infamia con cara de un Paul Rudd haciendo un proto shit posting al lado de Conan O’Brien al ser incrédulos de la existencia de Mac y Yo (1988), el hermano bastardo de E. T. El extraterrestre (1982) de Spielberg que tiene a un alien más feo que el original, y una expansión del product placement de la primera pero de forma más agresiva (si la original tiene un elemento argumental con los Reeses migas en el bosque que trae la fantasía a la casa, acá lo que surge es una secuencia sin cortes con un oso bailando hip hop ochentero al lado de niños, trabajadores y el mismísimo Ronald MacDonalds en un restaurante de la franquicia).
Entonces, pues sí… Rafill es más un paria que un exitoso realizador. Los destinos de sus películas para ser objetos de fascinación y culto más no de un reingreso monetario para los productores lo deja arrinconado en una periferia que comparte con otros realizadores que hacen películas para destinos caseros, porque quizás ahí no exista algo tan arriesgado para los inversionistas como para dejarlo hacer sus porquerías.
La clave de que Raffill se encontraba fuera, fue porque para su próximo proyecto, ningún productor, guionista o actor se le acercaría con una nueva idea. No, en vez de esto, la persona que llegó para proponerle a filmar algo fue un latino que era dueño de varios cines en México, y que le había comentado de que justo había comprado un animatronic de Tiranousaurio Rex que pensaba poner en sus instalaciones para el divertimento de las audiencias en lo que entraban a las funciones.
El nimatronic era de alta vanguardia -para ese 1994- porque movía la cola, los ojos y la boca. Rafill podría usar el monstruo si era capaz de concebir una película lista para filmarse en dos semanas, antes de que este fuera enviado por paquetería. Cualquiera hubiera dicho que ese tipo estaba loco, pero Rafill aceptó, escribiendo el guión en una semana, y filmando en locaciones cercanas a su casa
El resultado, bueno… es imposible de creer.
Describir la trama de Tammy y el T. Rex sin parecer alguien que delira por aspirar solventes o que la gente mantenga un rostro de seriedad de saber qué demonios les estás explicando es una completa odisea. Rafill entre todo lo que puede hacer con el dinosaurio a primera instancia, debió de haberse dado un tope de realidad cuando se dio cuenta de lo rígido y obtuso de este, a tal grado de que no podría competir ya ni digamos con los de Spielberg en Jurassic Park (1993), no podría ni con lo que Corman entregó en Carnotauro (1993). Y de todas las cosas que pudo concebir, es que su película de horror no sirve, por lo que ahora construye una película romántica adolescente.
El mundo adolescente de Rafill es una vagueza, una construcción sacada de lo que se pensaba era un puberto durante la época de los cincuentas, curiosamente la misma época en la que proliferan películas de monstruos como Tammy y el Tiranosaurio pero también con una rebaba de lo que estos hacían o se portaban en realidad. Son construcciones de una parodia de James Dean y con exaltaciones sobre exageradas respecto a sus motivos primordialmente sexuales. Entre esa agresividad construida de una película de Nicholas Ray, existe un encanto por la pareja de enamorados quienes son estelarizados por unos jovencitos Denisse Richards y Paul Walker y, quienes son lo mejor dentro de la película, sí… más que el dinosaurio.
Porque esta ridiculez sólo puede construirse a partir de un romance genuino, y por parte de los dos se efectúan interacciones nobles y enternecedoras, con Paul Walker haciéndola de un torpe que cuida y respeta a su chica -y haciendo también una tragedia que este, con capacidad para hacer comedia romántica nunca tuviese la oportunidad en su carrera de enfocarse a este género, destinado a películas de acción en donde su tibieza rara vez le ayudaba si no estaba arriba de un Nissan Skyline– pero es Richards la más convincente, la que de verdad compra la idea de que su enamorado está atrapado en el cuerpo de un dinosaurio mecánico, el cuál ni habla, ni tiene alguna gesticulación que le haga hacer la correlación, no: ella cree en el verdadero amor de su compinche de hule y cables y a pesar de lo inmundo del asunto, hay preocupación y hasta tristeza en el destino de este.
Rafill de nuevo, consciente de las limitaciones de su película construye este romance, y lo demás es un absoluto viaje incoherente y aderezado de situaciones incrédulas que la verdad no tienen servicio mencionar en texto o siquiera describirlas: es genuinamente imbécil el camino que lleva, pero ese grado de imbécil anárquico de verdad que sorprende porque su escala queda minimizada por lo que pueden hacer, y eso no limita al equipo de Tammy y el Tiranosaurio para hacer uso de guantes y patas de dinosaurio de tiendas de disfraces para efectuar movimiento en el mecanismo, incluso haciendo uno que otro molde de pésima calidad para escenas que le involucren estar en movimiento, lo cual también dice de lo riesgoso que era para la producción no lastimar a Denisse Richards o a las víctimas del dinosaurio, la cosa que se va a vivir a un supermercado es lo invaluable, es lo que se tiene qué cuidar.
En ese sentido es un delirio perfecto y más porque Rafill deja que escenas de gore extremo de vez en cuando se asomen a la película, evitando un desperdicio de lo que absolutamente de no haber tenido hubiera pasado más desapercibida de lo que merecía, y que irónicamente pasó.
La carnicería de Tammy y el Tiranosaurio fue del gozo de su director, pero para el tipo que le prestó el mecanismo y los productores, se encontraron con algo horrible: la película no atendía a un mercado de comedia romántica como lo había sido la secuela de Me enamoré de un maniquí (1991) que este había dirigido y que habría asegurado ventas en los videoclubs; en vez de eso había una película en donde el doble sentido se perciben en escenas vulgares, en un romance adolescente marcado con tinta gore y en donde el lujo de las tripas se le prestaba más atención que a un argumento coherente (lo cual también qué esperaban con dos semanas de filmación). Tal fue el destino de Tammy y el Tiranosaurio que terminó por ser editada en una de por sí limitada película y todo rastro de carnicería explosiva quedó omitida y como una leyenda popular dentro de su estatus de culto, hasta hace unos años en donde estas escenas fueron restauradas en el corte original.
Es esa pizca de rareza y de creatividad la que me hace voltear con cariño a Tammy y el Tiranosaurio. Es de esas películas que tienen un espíritu jovial de amigos haciendo la película más desvergonzada de la historia no para demostrar ser un talentoso rompe esquemas celebrado, sino para el gozo en sí mismo de filmar: es al final de cuentas materia cinematográfica en esencia, con su fallas y puntos altos que no dejan a uno indiferente: es una oda a lo estúpido, pero hablamos de un cine puro que ya no existe en este mundo post moderno y cínico que incluso cuando se atreve a construir este tipo de cosas en películas de tiburones de mil cabezas, le falta el rigor de un artesano omitido.