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jueves, marzo 28, 2024

¿A qué huele Guanajuato? Hacia una filosofía del olfato

Abril Saldaña-Tejeda

 

El olfato es como un gusto a distancia, que

obliga a los demás a gozar también,

quiéranlo o no, por lo cual este sentido es,

como contario a la libertad, menos sociable

que el gusto, con el que entre muchas

fuentes o botellas, puede el comensal elegir

una de su agrado, sin obligar a los demás a

gustar también de ella. ‘’  Kant

(Antropología, en sentido pragmático I)

 

‘Guanajuato huele a meados’ escuché alguna vez decir a un turista en el Jardín Unión. Sí, Guanajuato es una ciudad que expide una infinidad de olores fétidos y los que no lo son, se desvanecen ante la arrogante primacía del olor a caño y a muros orinados. En un artículo sobre exposición ambiental y salud titulado What gets inside (lo que entra), la antropóloga Elizabeth Roberts argumenta que la reputación de peligrosidad junto con el olor a excremento en un barrio empobrecido de la Ciudad de México, funcionan como escudos protectores para las familias y pandillas que lo habitan. El río de aguas negras que acordona al barrio mantiene al Estado y a su policía lejos, del otro lado de una frontera fétida e intangible que ni al peor enemigo le apetece cruzar. Guanajuato cuenta con solo dos salidas principales, que como dos fosas nasales, permiten el flujo de lo que entra y sale de la ciudad ¿será esta poca movilidad la explicación de una relativa paz en estos tiempos de guerra, sobre todo cuando se compara con otros municipios? ¿Será que su grado de gentrificación es menor a otras ciudades (como San Miguel de Allende) justo por su olor fétido? ¿Puede ser que este olor a caño nos hace menos vulnerable a la brutal homogenización y la occidentalización de las calles y edificios de esos pueblos que, como condena maligna, han sido nombrados como ‘mágicos’?

El olfato es un sentido menospreciado. Para las teorías evolutivas, es un sentido débil y no estrictamente necesario para la supervivencia humana, para la ciencia médica, un sentido cuyo trastorno (la anosmia) no figura como una incapacidad merecedora de una exhaustiva investigación. Fue hasta el 2004 que la ciencia colocó la mirada molecular sobre el olfato al otorgar el Nobel de Fisiología y de Medicina al trabajo de dos estadounidenses que descifraron el proceso genético y molecular de los mecanismos que intervienen en la percepción, el reconocimiento y el recuerdo de los olores.  Aún si la literatura está llena de experiencias olfativas (El Perfume de Patrick Süskind, Proust y En búsqueda del tiempo perdido), lo cierto es que el olfato sigue siendo el hermano menor de los sentidos, aquel para el que nadie parece tener tiempo de educar y cultivar. La formación tradicional de un catador de perfumes consta de aprender a memorizar el olfato de hasta cuatrocientas materias primas en cuatro meses. Pero la educación y el cultivo del sentido del olfato parecen no tener cabida en las prescripciones sociales de desarrollo infantil. Nadie parece darle el peso que merece al sentido del olfato y quizás, lo que Chantal Jaquet expone como ‘la ansomia de los filósofos’ podría explicar algo sobre el desprecio a la nariz y a los olores.

Jaquet propone una filosofía del olfato, una búsqueda por una verdad olfativa o un arte olfativo. Muestra cómo  la filosofía tradicional se ha negado por siglos a conceder un peso ontológico y epistemológico al sentido del olfato. No es que la filosofía no haga mención del olfato. Aristóteles no descalificaba este sentido y le reconocía una función propiamente humana, los tratados hipocráticos contienen un análisis detallado de aromaterapia para lesiones del útero, Montaigne, en el capítulo de los Ensayos consagrado a los orles, expone la santidad de olores y perfumes como el incienso y para Kant, la sociedad ideal era una inodora y aséptica. Pero el pensamiento sobre el olfato apenas ha sido explotado por la posteridad. El olfato, entendido como un sentido engañoso, como un sentido antisocial, inmoral/irracional por su cercanía a la experiencia corporal, la sexualidad, la feminidad y la animalidad, ha quedado sepultado junto con su posibilidad estética y de verdad.

‘Yo no soy racista, sólo creo que los negros huelen mal’ escuché decir a una mujer en la Ciudad de México. El ideal higienista y civilizatorio que nos exige no expedir olor alguno, ha moldeado por siglos las prácticas racistas y sexistas que configuran nuestra experiencia humana. La moda de los jabones ‘íntimos’ refleja no sólo un repudio generalizado por los olores corporales, esta moda también es el discurso, la memoria  y la reproducción de una distinción entre lo humano y lo animal que por siglos ha violentado los cuerpos de mujeres y de grupos radicalizados. Desde la antigua Roma, Plauto establecía que ‘una mujer huele bien cuando no huele a nada’. El olfato es la materialización de la subjetividad humana y la expresión social de nuestras categorizaciones y jerarquías.

La contradicción de un desprecio generalizado por el sentido del olfato es más evidente cuando se piensa en nuestras primeras etapas de desarrollo. Descubrimos el mundo a través de la nariz y de la boca mucho antes de hacer un uso preciso de la vista. Desde nuestra condición fetal, detectamos las moléculas químicas odoríferas del útero. Adquirimos una memoria olfativa en el útero que después nos servirá como una brújula al seno materno.

Cuando era niña me asustaba mucho cuando alguien me decía que los perros olían el miedo. Los olores y las emociones en una danza simbiótica se aglutinan en la memoria. Son como las cajas de fotografías familiares que nunca nadie se da a la tarea de acomodar en un álbum.  La casa de la abuela, la ropa guardada del invierno pasado, el cuello del hombre que amas, la cabeza de tu bebé recién nacido, el olor a barbacoa los domingos. Pero el olor no parece ser sólo una fuente de afecto. En una visita a una clínica de obesidad infantil, un neurólogo me explicaba las últimas investigaciones sobre adicción a la comida. Mientras que un niño se somete a una tomografía computarizada, los médicos le ofrecen algo para oler – un pepino, una cebolla- y según su reacción cerebral, determinan si sufre o no adicción a ciertos alimentos. La cebolla, por ejemplo, la relacionan con el consumo de tacos.

Dada la centralidad del olfato en nuestra vida uno podría pensar que el menosprecio de este sentido se vincula con la somatofobia –miedo al cuerpo- que parece distinguir nuestra experiencia humana.  Pero no solamente el olor, en cuanto sentido, ha sido relegado al olvido, hay olores que han sido borrados de la memoria colectiva. Me contaron de un museo del olfato en Paris en dónde uno puede deleitarse con olores extintos. Sí, la pérdida de biodiversidad también incluye sensaciones olfativas que se desvanecen para siempre.

Todo esto me hizo invertir en mi nueva fascinación por el olfato. En un viaje a Paris me gasté media quincena en perfumería artesanal.  Regresé a México con dos frascos, uno para mí y otro para mi pareja. Con toda la intención de desafiar las nociones de género sobre los olores, me compré una fragancia ‘neutra’. Es absurdo que a los olores se les imponga un género o viceversa, al género un olor. Después de un tiempo sucedió que a mi pareja le robaron el perfume, junto con varias de sus pertenecías. Desde entonces imagino que mi olfato me permitirá algún día reconocer al ladrón de mi  Eau de Cologne mientras estoy sentada en una plaza o hago fila en el banco o me como un elote en una banquita del Jardín Unión.  Algo en mí también se divierte y regocija con la idea de una persona (el ladrón) que aprecie la sensación olfativa del perfume que se llevó, hay una fascinación que nos une.  En cuanto a mí frasco de perfume,  francamente me costó más de lo que pude advertir oler a lo que muchos perciben como ‘hombre’. No es fácil salir a la calle y que la gente te diga que ‘hueles a hombre’ ¿a qué se supone que debe de oler una mujer?  ¿A qué se supone que debe oler una ciudad? Hay olores fétidos y hay una plétora de olores que nos conmueven desde la memoria o en el instante mismo de la sensación olfativa. Habría que hacer caso de lo que propone Chantal Jaquet sobre la búsqueda de una verdad olfativa, de un arte olfativo. Reconocer, de una vez por todas, que en buena parte somos nuestras sensaciones olfativas.

Sporadikus
Sporadikus
Esporádico designa algo ocasional sin enlaces ni antecedentes. Viene del latín sporadicos y éste del griego sporadikus que quiere decir disperso. Sporás también significa semilla en griego, pero en ciencia espora designa una célula sin forma ni estructura que no necesitan unirse a otro elemento para formar cigoto y puede separarse de la planta o dividirse reiteradamente hasta crear algo nuevo. Sporadikus está conformado por un grupo de estudiantes y profesores del departamento de filosofía de la UG que busca compartir una voz común alejada del aula y en contacto con aquello efervescente de la realidad íntima o común. Queremos conjuntar letras para formar una pequeña comunidad esporádica, dispersa en temas, enfoques o motivaciones pero que reacciona y resiste ante los hechos del mundo: en esta diversidad cada autor emerge por sí solo y es responsable de lo que aquí se expresa.

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