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lunes, abril 15, 2024

Antecedentes de: Magdalena tenía un gato

*Edgar Salguero

Por decir lo menos, la enorme casona en la esquina de la calle de Donceles parece un palacio copiado de París.

Originalmente la casa la construyó Everardo Montes. Abuelo de Magdalena Cota, la que nacería casi noventa años después, y que tendría un gato que se llamará Rosendo.

Everardo Montes llegó a la antigua ciudad de México sólo.

Llegado de nadie supo donde, con una gran fortuna y sin familia alguna. Absolutamente sólo. Antes de una semana ya había elegido a la mujer con la que se casaría. Adriana Cota. Una niña prácticamente, con catorce años apenas.

¡Catorce años apenas!

Everardo Montes tenía para entonces treinta y seis.

Adriana Cota no pertenecía a ninguna de las familias si no ricas, al menos pudientes o acomodadas del sur de la ciudad. Adriana Cota era la menor de las cuatro hijas del maestro de una de las escuelas para pobres. Que enviudo en el mismo momento en que Adriana Cota berreaba desconsolada al abandonar la calidez y la paz del único mundo que hasta ese instante había conocido.

Desde entonces el maestro, del que nunca nadie supo su nombre, se dedicó a cuidar de sus cuatro hijas, tratando, sino de ocultar, al menos sí hacer lo menos visible posible, su predilección por Adriana. Tan parecida, sino idéntica, a la insustituible esposa fallecida.

La única distracción del padre de Adriana desde entonces fue que los sábados por la noche, se acercara por la cantina de la esquina para ver si algunos de los habituales le invitaban a las interminables partidas de dominó. Tan fue así, que, con el tiempo, el maestro llegaría a ser uno de los mejores jugadores, por el que todos los demás esperaban para empezar otra interminable partida.

Un sábado de esos, en un mes de junio de algún año perdido, cerrada la cantina. Terminado el juego.

Cuando el sábado había pasado a ser domingo. Iniciada la madrugada, al salir el padre de Adriana Cota al frío de la calle, el que sería el abuelo de Magdalena, Everardo Montes, hombre de pocas palabras, se le cruzó en el camino al maestro:

__ “Maestro con todo respeto, quiero casarme con su hija.”

Silencio profundo. Un montón de silencio. El frío alrededor calaba. Al menos al maestro.

Al que sería muchos años después, abuelo de Magdalena, podríamos decir que ni frío ni calor.

__ “¿A cuál de mis hijas se refiere usted?”

__ “Pensé que tenía una sola.”

__ “No, tengo cuatro. ¿De cuál me habla usted?”

__ “¿Todas son pelirrojas?”

__ “No.”

__ “Pues entonces es la pelirroja.”

__ “Pero si Adriana es apenas una niña, tiene trece, a poco de catorce.”

__ “¡Ah caray! Pues yo la veo muy desarrollada.”

__ “Es que es idéntica a su madre. Pero yo me case con ella cuando cumplió los diecisiete. Y ya desde entonces y hasta su muerte, se le conocía por su espléndida belleza.”

__ “Pues lo podemos arreglar, maestro, usted me deja conocerla, visitarla, que me conozca ella a mí también y mientras, empiezo a construir la casa, en lo que pasa el tiempo necesario.”

__ “Va usted muy rápido, dice que se llama, Everardo, está bien, Everardo. Pues déjeme decirle que Adriana es más terca que una mula. No sabe usted en lo que se mete. Ella decidirá si le cuadra usted o no. Lo más que puedo hacer es invitarlo a la casa un sábado de estos por la tardecita. Sin adelantar nada. Lo de la tardecita es porque Adriana nomás dan las seis y hasta de pie se queda dormida. A ver, qué pasa. Y si las cosas se dan bien, entonces veremos. En una de esas y si se queda usted después de las seis, quien quita y se fija en otra de mis hijas Everardo. Por lo que usted quiere, muchos van a parar a la cárcel, o algo peor. Piénselo.”

__ “No tengo nada que pensar. A mí la que me interesa es la pelirroja.”

__ “Allá usted, sobre advertencia no hay engaño.”

Y así quedaron.

Si sigo contando el cuento es porque esa tardecita de sábado, las cosas se dieron mínimamente como tendrían que darse, para que yo siga contando el cuento.

Como anécdota asociada, muchos recuerdan la fecha exacta de aquella tardecita de sábado, porque esa noche, en la cantina, ante la desoladora ausencia del padre de Adriana Cota, el juego de dominó es recordado como el más largo y aburrido en la historia del pueblo. Y esa noche, además, está registrada en la memoria popular: “Como la noche en que las estrellas de la osa mayor se movieron de repente y ya nadie las pudo volver a acomodar.”

Muchos llegaron a decir que la noche entera, fue más aburrida que chupar un clavo, como dijo alguna vez un argentino.

Desde la primera mirada, Adriana Cota, quedó prendada del que cinco años después sería su marido, amigo, cómplice, protector y hasta de tanto consentirla y con el transcurrir de los años, su alcahuete.

Everardo Montes no necesito siquiera el instante que su mirada tardo en llegar y zambullirse en la profundidad de aquellos ojos negros para pasar por lo mismo. Y empeñar en ese amor, y de por vida, hasta los hígados.

Fue igual para ambos. Para ambos, simplemente fue.

¿Cinco años pasaron?

Si, fueron cinco años más, de larga espera.

Días más, días menos.

Y eso a pesar de que habiéndose dado las cosas bien la noche del sábado y de que Everardo Montes, algún día, abuelo de Magdalena empezó la construcción de la casa desde el lunes siguiente, pasaron tantas y tantas cosas en esos cinco años que más pareciera que no llegaría nunca al fin, el día de la boda.

Les cuento:

Diez meses después de iniciar la construcción llegó la que se recuerda como:

La gran inundación de las lagartijas habladoras de las cinco patas.”

Del nombre de la inundación nadie supo alguna vez el porqué. Pero de que caló, caló.

Hasta la iglesia que siempre quiere sacar raja de lo inexplicable y lo desconocido, esta vez prefirió guardar silencio. Un discreto silencio. Y es que aprovechando que el arzobispo de entonces enmudeció, bajo el pretexto de haber tragado una de las legendarias lagartijas, que nadie en el pueblo vio alguna, pero todos juran que sí, que vieron muchas, y como repito, ante la dificultad e impotencia del arzobispo convenientemente enmudecido, pues el presidente municipal fue el encargado de sentenciar desde el púlpito sagrado y de manera tronante, definitiva e inapelable que:

Esto fue un castigo divino, y nos lo merecemos por pendejos.”

Y así se escribió en los libros de la sacristía y del cabildo.

Y Everardo Montes, pues a volver a empezar casi con la construcción de la enorme casa de la calle de Donceles. Que tal vez aún no se llamaba así la calle.

Pero las dificultades crecían. Y, es que, al haberse inundado las minas de cantera, arena y piedra, al inundarse todo lo inundable, hubo que empezar por reparar puentes y caminos.

Para lo qué, el cabildo sin dinero según el presidente municipal se aprovechó de las urgencias del novio para endilgarle, ya que andamos en esto, hasta los costos de las obras públicas.

Y pues a traer los materiales de lugares aún más y más lejanos y hasta arquitectos, materiales adecuados y trabajadores franceses pues estaba claro que los locales, los trabajadores locales, acostumbrados o viviendo de las glorias pasadas de haber construido las pirámides, que habían pasado de moda y ni ventanas tenían, pues que no podían con el paquete ni daban una.

Y va de nuevo.

Mientras, el amor florecía ajeno a las dificultades.

Y es que, si a los catorce años, Adriana Cota se dibujaba como la promesa de una mujer joven de belleza portentosa, el paso de los días las semanas y los meses no hacía más que confirmar a lo que la naturaleza se había comprometido.

Día a día, Adriana Cota embellecía más y más, como lo haría por el resto de su vida.

Y el novio sabedor del amor que entre ambos crecía, y de la promesa hecha al maestro de que la boda se realizaría el día en que la casa estuviera totalmente terminada, pues a esperar.

Pasaron casi dos años más.

Grandes, notorios y admirables avances por todas partes.

Pero, de nuevo, un, pero.

Hay quienes lo recuerdan como el año de la obscuridad.

El año en que mucha gente quedó enterrada hasta la cintura en grietas que se abrieron inesperadamente bajo sus pies cuando huían acobardados por los brincos que daban los montes y los valles, tumbando de los árboles los frutos y de los surcos, lanzaban por los aires las hortalizas, en una cosecha adelantada que nadie había esperado.

Enormes grietas que dejaban, a los pobres pecadores vislumbrar, por algunos instantes el fuego eterno del infierno en los caminos por los que huían temerosos de Dios, atrapados por la cintura.

Cerrándose las grietas enormes justo antes de tragarlos y llevarlos al abismo. Justo antes. Para darles una nueva oportunidad de arrepentirse, enderezar sus descarriadas y miserables vidas pecadoras, y entonces sí, entrar al cielo en su momento, para sentándose por ahí, lo más cerca posible de aquel, y, de acuerdo cada uno a sus méritos, aburrirse por toda la eternidad, haciendo nada.

Nada de nada.

Otros, prácticos, conocedores. sensatos e inteligentes, describen el asunto como:

El terremoto de 1910”

Y de nuevo, ¿pues qué más? Rescatar lo rescatable. Seguir queriéndose. Sembrar plantas, árboles y plantitas. Árboles de todas las variedades posibles. Frutales también.

Comprar, criar y educar algunos perros y gatos.

Esperando que la experiencia de la práctica fuera aplicable cuando los hijos llegaran.

Tal vez algunos periquitos australianos de esos a los que los sufrimientos y limitaciones de la monogamia, mata al segundo apenas unos minutos después de que muere el primero.

Seguir con la vida.

Y en la desesperanza, seguir esperando.

El tiempo pasa como tiene que pasar. Sin prisas ò acelerones, se movió el tiempo a su tiempo.

Ahora sí, todo con visos de finales felices. Sueños a punto de cumplirse, deseos por consumarse. Largas conversaciones entre la pareja para llegar a acuerdos a los que los años de espera les dio el tiempo de llegar. Entre ellos uno que explicara algunas cosas diferentes en este matrimonio y que no se dan en otros.

Una noche cualquiera y casi como si de una broma se tratara, Adriana Cota propuso que si los hijos que nacieran fueran varones llevarían el apellido del padre. Pero de ser hembras, llevarían su apellido.

Y el novio estuvo de acuerdo.

Así fueron dándose las cosas. Todo sobre ruedas, todo ya cercano, todo a escasos meses. De acuerdo el arzobispo en que del asunto se encargaría el cardenal primado de la capital.

Hubiera que pagarle lo que hubiera que pagarle.

La mejor costurera que pudieron encontrar, encargándose de los vestidos de las damas de la novia era una italiana ciega que veía el mundo desde las yemas de sus dedos.

Y que, por supuesto las damas de la novia serían las tres hermanas de Adriana Cota.

Everardo Montes a la ceremonia se presentaría a solas con su alma sola. Había llegado sólo unos años atrás. Y el velo de su vida pasada seguiría inmóvil hasta su muerte. Las más descabelladas leyendas se inventaron a su alrededor. Él nunca dijo ni media palabra. Adriana Cota tampoco preguntó.

Un menú escogido hasta el último detalle. Los mejores vinos. Los mejores postres. Las mejores flores serían cortadas al rayar el sol, en la madrugada del día señalado. En el momento oportuno.

Resumiendo:

Todo bajo control y al alcance de la mano. Todo bajo control y al alcance de la mano.

Todo.

Las más estrictas medidas de seguridad ante cualquier desaguisado que la mano descuidada del azar pudiera lanzar usando dados falseados o cartas marcadas.

Todo controlado hasta el menor detalle. Al menos eso, pensaban todos.

Iniciaba apenas abril de mil novecientos doce.

Entonces… se hundió el Titanic.

edgarsalguero@hotmail.com

Edgar Salguero
Edgar Salguero
PINTOR Y AHORA CUENTISTA, LLEGÓ DESDE COSTA RICA A GUANAJUATO HACE 45 AÑOS.

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