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domingo, febrero 16, 2025

¡De allá y de acá! Pero al final, ¿de dónde somos?

Recordaba el día en que involuntariamente partió. De eso pasaron casi 50 años, una vida; lejos de su país, de sus familiares, de la cultura y de las costumbres que lo vieron nacer. Por fin, el sueño se hizo realidad. Después de años de sacrificio y una existencia humilde para poder pagar las cuentas de allá y de acá, logró ahorrar algo de dinero y regresar a ese lugar mágico donde nació y vivió su adolescencia temprana; comprar una casa, un carro y vivir en paz, pero ese lugar ya no existía. Ahora, toda la gente tiene de todo; no falta nada, ni siquiera lo más básico, lo que tantas veces le faltó a José, la comida. Hay gente en todas partes, turistas, migrantes y locales; cada cual tiene una casa, una compañía y un hijo estudiando en la universidad. ¡Qué tiempos estos! Cuando partió José, era necesario migrar para poder aspirar a una existencia un poco más cómoda y dejar a los descendientes algo más que unos zapatos rotos y la labor de campesino en tierras ajenas.

En su cabeza se reproducía un interminable número de fotografías que José recorría en el orden en que se habían tomado; fragmentos de una vida tan lejana que ni siquiera parecía suya. Una casa construida con piedra, un baño alejado de la casa, un establo y los golpes de frío y lluvia cuando el invierno era más riguroso. Ahora, esos mismos lugares en nada se parecen a los de su infancia. Son imágenes que se revelaron con el tiempo, adaptándose al sentimiento de pesar por no haber estado ahí, y que pasaron, naturalmente, por todos los procesos del recuerdo y del reconocimiento; imágenes silenciosas, estáticas y contundentes, de las que agitan el alma y hacen sentir nostalgia por lo que perdimos.

De ese tiempo, José guarda tan solo sus memorias. No había cámaras fotográficas, solo los retratos pintados al óleo para quienes los podían pagar. En verdad, el mundo y las personas tuvieron que esperar hasta los inicios del siglo XIX para ver cómo se inmortalizaban los hechos extraordinarios de la humanidad, y los devastadores también; todo parte de una historia única como la que vivió José, en fin, con la conciencia de que cada momento, bueno y malo, fue parte del camino que tuvo que recorrer para que ahora pudiera estar aquí. Incluso nos reímos, porque José decía que unos años después de migrar compró una cámara. Quería, en algún momento, compartir con los demás toda la belleza de lo que vio y vivenció, pero no hubo suerte. Con las máquinas analógicas no se llevaba muy bien, se quejaba de lo caro que era revelar un carrete, y que cuando no quedaba bien colocado, pagaba la revelación, pero no salía nada, tan solo los negativos en “blanco”; y con las mágicas cajitas instantáneas, de donde salía la foto, se balanceaba el papel y aparecían los colores, pues la película costaba tanto o más que un carrete de fotos y su revelación.

Los álbumes regresaron junto con José, y las fotografías de casi cinco décadas. Deseaba mostrarlas, quería que sus vecinos y amigos vieran cómo, allá lejos, se reunían los compatriotas para comer y echarse unas risas, pero sobre todo, para recordar a ese país que casi ni conocían. Está triste José porque no sabe de dónde es; allá le decían el extranjero y acá, el migrante. Tal vez por eso, pienso, que cuando cierra los ojos, solo le aparecen las imágenes de su adultez, y no las de su infancia.

Se hizo un profundo silencio dentro de su cabeza, mientras que afuera, ahí mismo donde estábamos, se tocaba el son jarocho. Esa fusión de sonidos caribeños que combinan la poesía cantada con el zapateado, la cuerda pulsada del arpa venezolana con las guitarreadas cubanas del Buena Vista Social Club, el ritmo huasteco de Veracruz con la percusión de los tambores africanos. Y créanme cuando les digo que ninguna máquina fotográfica podrá jamás eternizar la expresión del arte popular, tal y como lo hace la memoria de José.

Hoy en día, no se inmortalizan los momentos, aun cuando no se paga ni el carrete ni la revelación. Por desgracia, las imágenes dejaron de ser silenciosas y pasaron a ser como una niebla que no dejan pensar, no dejan concluir, no permiten recordar, y por lo tanto, tampoco son parte del patrimonio de nuestra historia. José tomó el celular y se hizo una selfie; nos reímos, una risa cargada de tristeza, porque la fotografía se vulgarizó, así como tantas otras cosas. José se giró hacia el escenario y una vez más, se dejó llevar por la música. La mente lo transportó a aquel país que durante décadas lo acogió y le dio la posibilidad de vivir mejor, porque ese lugar es real, ¿y el otro? ya no existe, así como su infancia.

Ernest Hemingway. (1982). El viejo y el mar. México: Editores Mexicanos Unidos, S.A.

Byung Chul Han. (2016). Por favor, cierra los ojos. España: Herder Editorial.

Charles Y. Da Silva Rodrigues
Charles Y. Da Silva Rodrigues
Profesor asociado de la Universidad de Guanajuato, México. Investigador del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de CONACYT. Investigador do Centro de Investigação Professor Doutor Joaquim Veríssimo Serrão, Santarém, Portugal. Investigador colaborador del CEMRI-UAb, Estudio para las Migraciones, Lisboa, Portugal. Miembro del Claustro de Doctores de la Universidad de Extremadura, España. Formación: Posdoctorado en Filosofía Antropológica por la Universidad de Lisboa. Doctorado en Psicología por la Universidad de Extremadura, Campus Badajoz, con Sobresaliente CUM LAUDE. Especialización en Neuropsicología por el Instituto CRIAP, Lisboa. Maestría en Docencia Universitaria para la Educación Digital por la Universidad de Guanajuato. Maestría en Psicología del Lenguaje y Logopedia por la Universidad Autónoma de Lisboa (UAL). Licenciatura en Psicología Clínica, UAL. Licenciatura en Filosofía por la Universidad de Lisboa (FLUL).

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