La civilización nace de dos determinantes básicos, el primero, la pluralidad, puesto que el mundo se inició con dos personas, una pareja -varón y hembra-; y el segundo, la capacidad compasiva que cada uno de ellos dispuso para cuidar del otro y de sí mismo. Por lo tanto, somos el resultado del cuidado mutuo, de la interacción humana y de la socialización, y no importa si las agrupaciones son civiles, religiosas o políticas, siempre y cuando se organicen para proporcionar a las poblaciones más carenciadas la oportunidad de ser y existir, especialmente, en circunstancias desfavorables y extremas, donde el sufrimiento humano puede llegar a ser insoportable.
A pesar de todos los esfuerzos realizados por estos colectivos, desde hace medio siglo, el incremento de las enfermedades crónicas en las personas mayores y la ausencia de políticas públicas adaptadas a las necesidades de la población hispanohablante de América Latina y Caribe, dieron lugar a un aumento significativo del número de cuidadores de adultos mayores. Así, a la par del deterioro biológico de los que envejecen, ahora también los cuidadores se enferman, y nadie se inquieta. Ambos colectivos tendrán que conformarse con el puritanismo mágico de lo políticamente correcto –curita ideológica-, como siendo el único apoyo que realmente recibirán desde la sociedad civil y las instituciones públicas dedicadas al desarrollo humano.
El apresuramiento lingüístico de la curita de nada sirvió, y en el 2023, por medio de la publicación de un estudio científico que buscaba identificar la sobrecarga experimentada por los cuidadores, se pudo observar el espantoso deterioro de salud de estas personas que atienden a nuestros adultos mayores. En resumidas cuentas, los cuidadores están perdiendo el derecho biológico de vivir 120 años con un mínimo de dignidad, y esto, porque en su mayoría, tienen un diagnóstico diferencial de enfermedad psiquiátrica, neurológica u oncológica; están sobremedicados -con y sin prescripción médica-, exhiben cansancio físico y mental, y carecen de redes de apoyo que los respalden.
Ahora mismo se preguntarán, ¿y dónde están las comunidades de apoyo? – ya no están. El intento de humanizar y espiritualizar el modelo biomédico en lugar de adaptar el enfoque biopsicosocial a las características de las poblaciones en cuestión aniquiló cualquier hipótesis de continuidad por parte de estos grupos. Y si bien fue posible que los cuidadores resistieran a ser juez y parte de las expectativas y decisiones médicas de sus tratamientos, no pudieron resistir al propagandeo de la religión invisible. Sin más alternativa, muchos de ellos se aliaron a un colectivo que no comparte los mismos objetivos y que tampoco está motivado para la solidaridad, pero eso sí, todos buscaban librarse de la simbología religiosa, y al final, pasaron de un dogma al otro, pero espiritualizados.
En algún momento, con el aislamiento social y la cuarentena vivida durante la covid-19 se depositaron todas las esperanzas en los grupos de apoyo que surgían de la virtualidad, de tal manera, que algunos investigadores desde sus proyectos científicos lograron el libre acceso a plataformas de autogestión del conocimiento y a procesos de consejería psicológica para cuidadores, pero sin éxito –participaron tan solo algunos chismosos y todólogos.
Con todo, lo verdaderamente triste es que solo nos damos cuenta de lo que perdemos cuando lo necesitamos, y ahora mismo, somos conscientes de nuestra desesperación por esos grupos ancestrales que desde lo religioso se transformaban en verdaderas y gigantescas redes de apoyo para los mayores y sus cuidadores; eran personas que adherían y formaban parte orgullosamente de la comunidad, con el claro propósito de estar siempre preparados para apoyar a los suyos, tanto en los buenos como en los malos momentos.
Da Silva Rodrigues, C. Y., & Carvalho de Figueiredo, P. A. (2023). Sobrecarga y regulación emocional: Perfil del cuidador de adultos mayores en América Latina y el Caribe. Analogías del comportamiento, 1(23), 39–52.