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sábado, abril 19, 2025

Dios escucha, pero no responde

Hace muchos años, en plena calle, fui testigo de cómo José sufría una convulsión provocada por el alcoholismo. Una multitud lo rodeaba y observa con desaprobación la manera en que golpeaba su rostro contra el suelo, una y otra vez. Una anciana, octogenaria supongo, exclamaba: —¡Le está dando el mal, por favor, ayúdenlo! Mientras que unas pocas personas, reclinadas, intentaban evitar que José se lastimara aún más, mitigando los golpes con sus manos y alejándolo de cualquier objeto que pudiera herirlo.

Entre los espectadores había una mujer que, indiferente al alboroto, intentaba entender lo que sucedía en aquel momento con José. No pronunció palabra, pero sus ojos, además de reflejar compasión, gritaban en silencio: ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene nacer del dolor, sufrir, luchar, hacer sufrir, resistir y morir? Una parodia inútil. Si no fuera por el estupor en su rostro, se la podría describir como una persona feliz, dedicada y agradable, alguien que vive en un espacio pequeño, lleno de libros y gatos. Pero, ¿quién sería en realidad? En cualquier otro momento, probablemente ni siquiera le habría prestado atención.

La anciana, desesperada, se movía de un lado a otro compulsivamente. Decía que José padecía de epilepsia, pero que aquello era un mal que solo se manifestaba cuando intentaba dejar el vicio del alcohol. Para mí, lo del mal sonaba a algo providencial, a un castigo divino, pero antes de que pudiera concluir mi reflexión, la joven, que hasta hacía poco parecía paralizada por el pasmo, había recuperado la compostura y ayudaba a José a levantarse. En seguida, comentó que cerca había un consultorio médico y que podía guiarlos hasta allí. La octogenaria agradecida, aceptó.

Al llegar, se acomodaron en una sala de espera vacía. José, con el rostro enrojecido por los golpes, se quejaba de un dolor intenso en la cabeza, y de repente, sin más, comenzó a hablar de enanitos de colores que subían y bajaban por las paredes de aquel lugar. La octogenaria se volvió a agitar, como si las alucinaciones fueran una constante cada vez que se manifestaba el mal. Por fortuna, el médico, que ya estaba junto a José, la tranquilizó: —En estas “cosas de la cabeza”, lo importante es que crea en algo, porque esa es la forma en que puedo ayudarle; no importa si son enanitos o seres de otro planeta.

La enfermera le aplicó una inyección a José mientras el médico entregaba la prescripción a la octogenaria. En ese momento, notó que la joven lo observaba fijamente, así que, con un brío científico excepcional, dijo: —No hay nada más importante que la creencia, con la debida precaución, claro está. ¿Quién, en algún momento de su vida, no ha hablado con Dios? Es parte de la espiritualidad de quien busca o necesita ayuda; lo que no se esperaría es que Dios respondiera de viva voz, puesto que escuchar a un ser divino es, comprobadamente, un síntoma que nos alerta de un estado psicótico.

Conmocionada y con una voz cargada de ironía, la joven replicó: —Dios escucha, pero no responde y, si alguien puede oírlo, no será por su fe, sino porque ha perdido la cordura. El médico entendió inmediatamente la falacia de su disertación, se ruborizó y, sin decir nada, los acompañó hasta la puerta. Una vez en la acera, la joven le preguntó a José si aún veía enanitos, a lo que él, visiblemente molesto, respondió: —¿Enanitos? ¿Qué enanitos? La joven y la octogenaria sonrieron, y cada cual siguió su camino: ella hacia un lado y ellos hacia otro; y así terminó otro acto de aquella parodia inútil.

Charles Y. Da Silva Rodrigues
Charles Y. Da Silva Rodrigues
Profesor universitario e investigador.

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