—¡Buenos días! Son las 6 con 3 minutos, qué gusto que nos sintonizan en esta fría mañana de marzo; en unos minutos, Leonel R. nos presentará las principales noticias del país y del extranjero, pero antes, vamos a una breve pausa comercial.
El sonido del radiodespertador se fue desvaneciendo a medida que José se acercaba al cuarto de su hijo, Paulo; tenía que despertarlo, ese día viajaría al continente por asuntos familiares y no había tiempo que perder. Así, rápidamente, se ducharon, se vistieron, bajaron hasta la entrada del edificio y se subieron al carro. José prendió la radio, pero apenas sonaba el jingle del fin del noticiero, aunque en verdad, nunca le habían importado mucho las noticias, tenía otras preocupaciones; pero las escuchaba a diario, por Leonel, con quien había compartido trincheras en Angola, al menos hasta finales de los 60, cuando este resultó herido en un simulacro y, tras recuperarse, sin más opciones, tuvo que regresar a la Isla. Entonces, se hizo cargo de los noticieros matutinos de la radio pública, siempre decía: —si no puedo estar en la batalla, por lo menos puedo informar de primera mano las noticias a sus familias. Luego terminó la guerra en Angola, pero iniciaron otras, y ahí sigue.
A pesar del clima adverso, el avión cumplió con puntualidad los habituales sesenta y cinco minutos del trayecto; Paulo, tras recoger sus maletas, cruzó las puertas automáticas que daban al exterior del aeropuerto y sintió cómo el frío de la capital se le entrañaba hasta los huesos y le entumecía los movimientos, una sensación incómoda que le recordó lo poco que apreciaba las bajas temperaturas y los días de lluvia. Una vez afuera, observó cómo los taxistas, mientras esperaban pasajeros, se entretenían puliendo las carrocerías recién enceradas o platicaban sobre política o fútbol. Absorto en sus pensamientos, decidió regresar al interior, se sentó en una cafetería, pidió un café, y al primer sorbo notó cómo se apaciguaba su cuerpo y su alma; pero sabía que esos granos tostados, aunque del mejor café nacional, no contenían la suficiente cafeína para calmar sus necesidades orgánicas.
Paulo sacó el celular del bolsillo de su pantalón negro de mezclilla y le marcó a Luis, un viejo amigo de la prepa que hacía como cinco años había dejado la isla para vivir en la capital, por algo relacionado con el trabajo de su padre. Conversaron brevemente y acordaron encontrarse en un quiosco de periódicos cerca de la estación del tren, donde Paulo tomaría el último transporte para llegar a la casa de su tío. En poco más de una hora ahí se vieron, ilusionados, se saludaron con un apretón de manos; un movimiento rápido y discreto, en el que Luis le pasó una papelina a Paulo, y este, con la misma agilidad, le regresó un billete arrugado. Intercambiaron algunas palabras, se rieron, se despidieron, y el hijo de José se subió al tren. Sentado, recordó con sarcasmo que su primera experiencia con las drogas había sido con su padre; en aquel entonces, este le decía que era mejor que las conociera en un ambiente controlado y acompañado de alguien de confianza, en lugar de hacerlo por su cuenta con amigos, pues así, pensaba, estaría más seguro y, quién sabe, quizá hasta perdería el interés en ellas.
Durante años, Paulo contó esa historia con vanidad, diciéndole a sus compañeros que José, más que un padre, era su mejor amigo; alguien tan cercano que, a sus 14 años, compró cannabis para que la probaran juntos. Así fueron muchos otros padres en esa época, a inicios de los años 80, convencidos de que debían darles a sus hijos todo lo que la vida les había negado; y se lo dieron todo, ¡todo!, excepto el tiempo para estar con ellos, para protegerlos, cuidarlos y ser los padres que necesitaban, no los que querían. Paulo sabía que José cargaba con la culpa de aquel error y que, a sus casi setenta años, pasaba los días en sobresalto. Sus pensamientos estaban atrapados en la preocupación de que él pudiera cometer alguna imprudencia debido a las drogas, y cada vez que sonaba el teléfono, una angustia lo invadía, temiendo que pudiera ser lo peor, la noticia que llevaba años evitando.
Paulo se entristeció, fue a los lavabos y consumió. Regresó a su lugar, jurándole a Dios que sería la última dosis, porque José no lo merecía; mientras tanto, sonó el silbato de salida del tren. Confundido, Paulo creyó haberse equivocado, seguramente debía tomar el ferrocarril que justo se aproximaba al apeadero. Salió corriendo del vagón y cruzó las vías, pensando que aún había tiempo, pero quedó atrapado. Una fuerte presión de aire golpeó su rostro, dejándolo casi sin aliento, mientras que un torbellino de viento, entre los dos colosos de hierro, lo empujaba violentamente hacia adelante y hacia atrás, como si intentara despojarlo de todo control sobre su cuerpo. Cada segundo pareció una eternidad, hasta que, de repente, el rugido incesante del tren sucumbió al silencio. Nadie se detuvo. El ajetreo de la gente continuó, pero sin lágrimas, sin gritos, sin luz al final del túnel ¡Nada! Solo una paz infinita arropó a Paulo, justo cuando un teléfono sonó en la Isla, pero José no contestó; en su lugar, prendió la radio y esperó que Leonel le diera la noticia.