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lunes, febrero 17, 2025

El espíritu del olvido

Carlos estaba sentado en el sillón; abrió los ojos con una serenidad infinita y se dio cuenta de que había otras dos personas en el salón: una mujer delgada, de cabello blanco, de unos sesenta años, y un joven alto y robusto, de unos treinta y siete años. El hecho de no conocerlos no le causó temor alguno; al contrario, cerró los ojos e intentó descansar un poco más, en cuanto ellos seguían conversando en voz baja. Aquel joven, con un semblante amargo y cansado, pero a la vez nostálgico, le preguntó a la mujer: —¿Todavía te acuerdas de cómo era papá antes de todo esto? —¿Cómo no, hijo? —respondió ella—. Tenía actitud y era muy perseverante con todo lo que se proponía; era amable, atento, humano, una excelente persona, aunque él ya no lo recuerde.

Las voces enmudecieron por un instante, pero la familiaridad de aquellos tonos despertó en Carlos una curiosidad profunda que captó por completo su atención, así que abrió los ojos de par en par y, su mirada se fijó en el mueble justo detrás de aquel joven; en él había una serie de portarretratos con fotos recientes, que le inquietaron, especialmente una donde aparecía acompañado de las dos personas que estaban en el salón, y de una niña de unos doce años, que tampoco reconocía. En un esfuerzo inhumano, entre la curiosidad y el desasosiego, como si intentara descifrar un rompecabezas cuyas piezas se le escapaban entre los dedos, Carlos trató de adivinar quiénes eran los personajes de la foto, mientras que Lourdes, la mujer, se daba cuenta de lo que se avecinaba e, inadvertidamente, dejó caer un par de lágrimas.

Un fragmento de imagen, posiblemente relacionado con la niña de la foto, irrumpió en la mente de Carlos, arrebatándole toda la tranquilidad que hasta entonces había sentido; su cuerpo comenzó a temblar, el corazón latía apresuradamente, el rostro reflejaba un pánico desenfrenado y su respiración se percibía entrecortada, y de repente gritó, gritó con todas sus fuerzas. La tensión del momento hizo que su cuerpo se postrara contra el sofá, y susurrando clamó: —¡Mi hija, mi pobre hija! El joven, José, también su hijo, intentó abrazarlo, contener entre sus brazos el cuerpo rígido y sudoroso de su padre, pero no pudo; la agitación de Carlos era descomunal, hasta que súbitamente, cerró los ojos y se ausentó.

Un silencio se apoderó de aquel lugar. Lurdes sentía una angustia y una impotencia que no le daban paz, aun cuando entendía que los recuerdos de Carlos solo duraban un instante antes de desvanecerse y dejarse arrastrar por el olvido, dejándolo, sumido en el sosiego de un vacío absoluto; pero a ella no, su cerebro guardaba el recuerdo completo de unas vacaciones que terminaron en una tragedia. Con un nudo en la garganta y un dolor agudo que le aplastaba el pecho, impidiéndole respirar, pensaba que ningún padre debería sepultar a un hijo, que lo natural era que los hijos enterraran a sus padres, que vivieran sus vidas completas, que lloraran sus fracasos y que festejaran sus logros, que tuvieran sus propios hijos y que los prepararan para la vida, viéndolos crecer y procrear también.

Esa noche, Lurdes y Carlos se retiraron temprano a la cama. Acostada junto a él, aquella mujer contemplaba la serenidad con la que Carlos dormía, dejó caer una lágrima, y sin poder contener las demás desató el llanto; era en ese silencio donde podía llorar sin restricciones, lamentar su duelo y sufrir por la pérdida, así como por la enfermedad repentina que había afectado a su esposo, un mal que, aunque sin relación posible, ella asociaba con la muerte de María. Con ternura, le dio un beso en la mejilla; sus labios dibujaron una sonrisa que anticipó el murmullo: —¡Ah, Carlos, mi amor! Y mientras acariciaba su rostro, pensaba:

“Creo que hubiera preferido enfermarme yo, porque sé que me cuidarías igual o incluso mejor de lo que te cuido a ti. Siempre fue así, desde que te conocí has estado constantemente a mi lado; y no es que no quiera cuidarte, sino que preferiría no recordar lo que le sucedió a nuestra hija, aunque el precio a pagar por ello fuese tan alto como el no recordarte a ti ni a nuestro hijo José.”

Sin alterar la serenidad de su rostro, le dijo: —Descansa, mañana será otro día, y por fortuna, recordaras aún menos de lo que pudiste recordar hoy.

Charles Y. Da Silva Rodrigues
Charles Y. Da Silva Rodrigues
Profesor asociado de la Universidad de Guanajuato, México. Investigador del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de CONACYT. Investigador do Centro de Investigação Professor Doutor Joaquim Veríssimo Serrão, Santarém, Portugal. Investigador colaborador del CEMRI-UAb, Estudio para las Migraciones, Lisboa, Portugal. Miembro del Claustro de Doctores de la Universidad de Extremadura, España. Formación: Posdoctorado en Filosofía Antropológica por la Universidad de Lisboa. Doctorado en Psicología por la Universidad de Extremadura, Campus Badajoz, con Sobresaliente CUM LAUDE. Especialización en Neuropsicología por el Instituto CRIAP, Lisboa. Maestría en Docencia Universitaria para la Educación Digital por la Universidad de Guanajuato. Maestría en Psicología del Lenguaje y Logopedia por la Universidad Autónoma de Lisboa (UAL). Licenciatura en Psicología Clínica, UAL. Licenciatura en Filosofía por la Universidad de Lisboa (FLUL).

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