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sábado, abril 19, 2025

El tiempo que resta

Vicente nació en una pequeña isla del Atlántico, al oeste de la costa africana. Creció rodeado por la inmensidad del océano y el constante murmullo del mar, soñando que algún día, tras jubilarse, tendría la oportunidad de explorar el mundo que se extendía más allá de los límites de su imaginación. Dedicó su vida al orden y a la justicia como agente de la autoridad, siendo reconocido por todos como un policía íntegro y honrado. Se casó muy joven con María, el gran amor de su vida, y juntos, en una cálida y plácida complicidad familiar, tuvieron dos hijos a quienes criaron con dedicación y esmero; más tarde llegaron los nietos, las mascotas, los días felices, las preocupaciones y todo lo que implica vivir.

Al fin, María se jubiló, y tan solo faltaba Vicente. La emoción que los embargaba era como la de dos niños a punto de abrir un regalo largamente esperado. El itinerario del viaje estaba preparado: comenzarían en Guinea Ecuatorial y luego recorrerían Mozambique, tierras que evocaban las raíces históricas del padre de Vicente; después, cruzarían el océano hacia las Américas y, según lo planeado, culminaría la aventura dos años más tarde en las inmensas y remotas llanuras de Australia.

En cuanto esperaban el inicio del viaje, María dedicaba su tiempo a revisar cada detalle del trayecto: las rutas más seguras, la elección de los medios de transporte para cada destino y la ponderación del valor de las monedas utilizadas en aquellos países donde el euro no era la moneda oficial. Vicente, por su parte, se ocupaba de los tediosos trámites de la jubilación, pero con la satisfacción de saber que aquellos documentos serían el punto de partida para el tan esperado viaje alrededor del mundo, al más puro estilo de Julio Verne.

En uno de esos días, el repentino sonido del teléfono interrumpió los pensamientos de María, obligándola a dejar los mapas a un lado para contestar la llamada. Del otro lado, una voz amable y desconocida le informó que Vicente había sufrido una baja de tensión arterial y que, por precaución, lo habían trasladado al hospital. Aquella mañana, Vicente había salido temprano de casa para recoger el documento que, finalmente, formalizaría su jubilación.

María llegó al Hospital, entró en la habitación y observó cómo su esposo descansaba serenamente con los ojos cerrados. Poco después, un médico accedió a la sala con expresión solemne y le dijo:—Hemos diagnosticado a Vicente con una forma inusual y agresiva de Parkinson. Hizo una pausa que pareció eterna y continuó:—Será una etapa difícil de su vida; habrá temblores, agitación, alteraciones cognitivas, múltiples complicaciones y demasiados medicamentos; en pocas palabras, la persona que alguna vez conoció como su esposo, poco a poco, dejará de existir y quedará encarcelada en su propio cuerpo. El semblante de María reflejaba un vacío emocional indescriptible y permaneció así, inalterable, hasta que Vicente recibió el alta médico.

Salieron del hospital y, de camino a casa, pasaron por la farmacia para recoger los medicamentos prescritos por el especialista. La farmacia estaba a dos cuadras del hospital y ocupaba la planta baja del edificio donde vivían María y Vicente. Al entrar, el joven farmacéutico los saludó efusivamente y les preguntó si ya tenían fecha para iniciar el tan esperado viaje. María no respondió; entregó la receta con la misma mirada ausente con la que había recibido el diagnóstico de su esposo, y murmuró:—Dedicamos cada instante, cada pensamiento, cada momento de nuestras vidas a planear una ilusión; creíamos que una vida de esfuerzo y sacrificio, al final, sería recompensada, y ahora…El farmacéutico escuchó atento, pero sabía, por experiencia, que esas palabras no buscaban ni consuelo ni respuesta; eran simplemente una forma de desahogar el dolor y la ira.

En casa, María acompañó a Vicente hasta su habitación, lo sentó cuidadosamente en la cama, le quitó los zapatos, le puso el pijama y, con infinita ternura, acomodó las almohadas antes de acostarlo. Apagó la luz del cuarto y cerró la puerta al salir. Aquel hombre, que hacía apenas unas horas hablaba con entusiasmo sobre el viaje que harían, ahora reposaba en su cama, con la mirada perdida en la incertidumbre, triste, confuso y sin comprender del todo lo que le estaba sucediendo. Mientras tanto, María se dirigió al comedor, tomó los mapas que aún estaban sobre la mesa, los dobló cuidadosamente y los guardó en un cajón del aparador; luego se sentó en el sofá de la sala, encendió el televisor y, sin darse cuenta, una lágrima escapó de sus ojos, la primera de muchas.

Charles Y. Da Silva Rodrigues
Charles Y. Da Silva Rodrigues
Profesor universitario e investigador.

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