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sábado, abril 19, 2025

¡No hay que desentenderse del tiempo!

¡Nos pasábamos la vida allí! —dijo António con gestos alborotados mientras señalaba con el índice una vieja foto que estaba sobre la mesita de noche de José. En aquella imagen se distinguían tres personas cuidadosamente vestidas con traje, corbata y sombrero, frente a una cafetería. Era el lugar donde durante dieciocho años se encontraron todos los días después de la jornada laboral, hiciera frío o calor, era el punto de encuentro obligatorio antes de regresar con la familia. Francisco, es el único que ya no está, era militar y perdió la vida durante una operación de rescate.

Exaltado, José le preguntó a António: —¿Recuerdas cuál fue la última vez que nos vimos ahí? Una rabia contenida se reflejó en los ojos del octogenario, que se movía y hablaba con dificultad por el Parkinson que le diagnosticaron tres semanas después de su jubilación. —¿Cómo voy a saber, si ya ni puedo distinguir el hoy del ayer, del anteayer o del anteanteayer? Desde hace años, para mí todos los días son iguales, partículas de tiempo que se desvanecen en acciones tan elementales como despertar, comer y dormir. —Qué pesimista eres ahora —dijo José—. Antes no eras así.

António se calmó y, con voz triste y áspera, le respondió a José: —Por supuesto que recuerdo, como si fuese hoy; pensábamos viajar, Alicia y yo, pero no fue posible. Me enfermé, y casi sin darme cuenta, ella también; y después partió. Entonces, José fijó su mirada en el vacío, apático y con la consciencia que desde entonces Antonio ya no era más aquella persona llena de humanidad que siempre había sido, se convirtió, más bien, en un verdadero humanista, lleno de palabras amables y asertivas, pero vacías, sin emoción, sin empatía y sin la mínima intención de atender o escuchar a nadie.

Para José, todavía eran válidos todos esos conceptos convencionales de hace un instante, falta poco o ya casi; su vida entera fue un carrusel de emociones, era bombero de profesión, salvó y ayudó a mucha gente; y cada vez que lloró fue de satisfacción y alegría. Al contrario, António sentía que había perdido el derecho a la atemporalidad del siempre y para siempre. Se hizo enfermero cuando era joven y en algún momento decidió trabajar en un asilo, el mismo en el que está hoy día. Claro que nadie lo reconoce; sus antiguos compañeros de trabajo, su jefe y, por supuesto, los mayores que allí vivían, hace mucho que fallecieron, y por eso, los cuidadores actuales ni en sueños imaginan que António trabajó allí.

Hoy por la mañana, después del desayuno, a José le tocó una sesión de estimulación cognitiva y a Antonio, terapia ocupacional. Sentado en una silla frente al espejo, intentaba completar un puzle, pero al colocar una pieza en su lugar, sus movimientos descoordinados hicieron que las demás se cayeran al suelo. Su mente, por un instante, lo trasladó a varios escenarios repetidos, donde Antonio, vestido de enfermero, ayudaba a los demás mayores en sus actividades. Esos recuerdos, claramente mostraban como Antonio se había desentendido del tiempo y, que a la vez, vivía un conflicto interno muy angustioso; una batalla que libraba en las cumbres del alma. ¿Y sobre el desapego con el tiempo? Poco hay que decir, puesto que el buen Antonio sabe perfectamente que en la eternidad el tiempo no existe.

Thomas Mann (2012). La montaña mágica. México: Madre Editorial.

Charles Y. Da Silva Rodrigues
Charles Y. Da Silva Rodrigues
Profesor universitario e investigador.

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