En 2004, Antonio embarcó en una avioneta de la aerolínea Binter Canarias y sobrevoló parte del Atlántico rumbo a la Gran Canaria. Allí fue recibido por Carlos, un brasileño que pasaba los días intentando calmar su propia desesperación con engaños y mentiras piadosas, un patrón claro de inseguridad que culminaba con el hecho de otorgar demasiada importancia a cosas que no la tenían. Salieron del aeropuerto y tomaron el primer taxi libre; se dirigieron al 208 de la calle Blasco Ibáñez, dejaron el equipaje en un pequeño piso de la cuarta planta y a paso lento, fueron hasta la avenida José Mesa y López, a la altura del Corte Inglés, y luego siguieron en dirección a la calle General Vives. Antonio quería conocer la oficina donde trabajaría, puesto que ese era el objetivo de su viaje al archipiélago canario: empezar de nuevo y dejar atrás un capítulo conturbado de su vida.
En realidad, no llegaron a la oficina. Carlos y António decidieron tomarse un café y entraron en el Al Dente, una pizzería cien por ciento italiana, pero que preservaba hasta el más ínfimo detalle de la estructura original de aquel lugar: una tradicional casa española con patio central, muchas puertas, plantas, colores, ventanas abiertas de par en par y un bolero que a diario tocaba desde la barra. Ese día António conoció a Vicente, el dueño del lugar, quien, después de la partida de Carlos a Dublín, se convirtió en su amigo y confidente. La oficina estaba ubicada a escasos metros de ahí, en la esquina con la calle Isla de Cuba, justo en el edificio que todavía exhibe el letrero del Hotel Helios, pero que ahora, en lugar de turistas, alberga los sueños de los emprendedores; sin embargo, no se detuvieron allí y continuaron hasta la Playa de las Canteras.
El tiempo pasó en un abrir y cerrar de ojos, y Antonio llevaba ya tres años en aquel lugar, disfrutaba de una vida casi perfecta, que incluso parecía destinada a mejorar, aunque no por mucho tiempo. Una mañana, como de costumbre, entró en el Al Dente para tomarse un leche y leche en uno de esos típicos días de bochorno canario, cuando de pronto, su mirada se cruzó con la de Laura, una joven de cabello brillante y ojos claros que, con una voz celestial, le daba los buenos días. Sin previo aviso, un torbellino de emociones se desató en el pecho de Antonio, y este sintió “cosas” que hacía mucho tiempo le eran ajenas: un ardor intenso le recorrió el rostro mientras se ruborizaba, y una sensación de mariposas en el estómago lo dejó momentáneamente paralizado; no fueron más que unos segundos, pero ambos se dieron cuenta de lo ocurrido y se rieron, sin más.
Durante las semanas siguientes, tan solo utilizaron ese lenguaje mudo de miradas consentidas y un deleite inexplicable que compartían mientras se descubrían; más allá de los saludos y los pedidos cotidianos, no fue hasta un mes después que Lau y Antonio conversaron por primera vez. Su pasión era un secreto guardado bajo llave; Antonio deseaba compartirlo con Vicente, pero buscaba la oportunidad perfecta, aunque esta nunca llegó, sobre todo porque un día escuchó a Lau llamarlo “tito”. ¡Dios mío!, pensó António, ¡son familia! Esto ocurrió el mismo día en que fue notificado de su transferencia a las oficinas de Madrid. La noche antes de partir, António entró en el Al Dente, cenó y quiso confesarle a Lau lo que sentía; y de verdad lo intentó, pero no pudo, sentía que hacerlo sería traicionar la amistad que había construido con Vicente.
Veinticinco años después, António regresó al número 30 de la calle General Vives, pero ya no encontró el Al Dente; en su lugar, estaba la Trattoria Pizzeria Calabrè Las Palmas. Los boleros que solían sonar ya no sonaban, los camareros eran otros y Vicente no aparecía por ningún lado. Entró, tomó asiento, pidió un leche y leche y comenzó a conversar con la persona que lo sirvió, quien, tras unos minutos, le contó que Vicente había fallecido de COVID a finales de 2020. António no preguntó por Lau, solo murmuró en voz baja: —Lau debió haber sufrido mucho con la muerte de su tío Vicente. El mesero, absorto pero atento, le aclaró que Lau era de Gijón y no tenía familia en la isla; aunque, eso sí, a Vicente, los amigos más cercanos y los canarios lo llamaban cariñosamente “tito”.
El tiempo pareció detenerse para António. No veía, no escuchaba, no sentía; apenas mantenía la conciencia de sí mismo, mientras un delirio y la turbulencia del recuerdo de aquella noche, hacía 25 años, lo asaltaron con fuerza, haciéndole ver cómo, por un diminutivo, había tomado la peor decisión de su vida. El mesero, intentando aliviar la tensión de António, le comentó: —Al parecer, Lau, su esposo y su hijo estuvieron el fin de semana pasado en los Pirineos. Mire, esta es la foto que subió a su cuenta de Facebook —y, acercando el celular a la altura de sus ojos, añadió: —Ahí están los tres, “enterraditos” de nieve hasta las rodillas.