Abrió los ojos con lentitud, parpadeando levemente ante la luz intensa del sol. Se incorporó como si flotara, a pesar de sus 78 años; había un silencio pulcro, no podía oír ni siquiera aquel zumbido que siempre llevaba en los oídos. Sintió una paz profunda, como si el tiempo se hubiese detenido, una sensación inexplicable. Un niño corría desde el zaguán de su casa hasta muy cerca de donde él estaba, pero no lograba verlo con nitidez; la luz del día lo ofuscaba. Otras dos personas también se aproximaron: una salía de un automóvil que se había detenido al otro lado de la calle, y la otra era un joven que caminaba vestido con ropa deportiva; se juntaron a su lado, se inclinaron hacia adelante y, con agilidad, movían sus cuerpos y brazos de un lado a otro, como si intentaran manipular a alguien… o a algo.
Carlos, que apenas acababa de levantarse, buscaba entender lo que sucedía en aquel lugar, pero no tenía tiempo; serían seguramente casi las seis de la tarde y las tiendas estaban a punto de cerrar. Recién había terminado su larga y tediosa jornada laboral de más de catorce horas, las mismas que hacía a más de cuarenta y cinco años; cada mañana, se encargaba de rellenar los salseros y los tarros donde guardaba los aderezos para los elotes: limón, crema ácida, queso rallado, salsa picante y chile en polvo. Después, ajustaba la olla de aluminio con los elotes al frente de su triciclo adaptado para la venta ambulante; se aseguraba de que la botija junto a la olla tuviera suficiente gas para mantener los elotes calientes y para que el vapor espeso de su producto, con olor a epazote y maíz cocido, se propagara por el aire, atrayendo a las personas y haciendo que desearan comérselos.
En general, cuando terminaba el día, pasaba por la abarrotería cerca de su casa, donde reponía las faltas y compraba algunos elotes más; mientras tanto, María, su esposa —de 82 años—, iba a la carnicería y después a la tortillería para hacer rendir los ochenta gramos de la dura espaldilla de res y dos decenas de tortillas para cinco personas. Sus hijos trabajaban como jornaleros temporales en Estados Unidos, así que los nietos se quedaban al cuidado de los abuelos; justo estaban en la temporada de cosechar las manzanas, como lo hacían cada agosto, septiembre y octubre; durante el resto del año recogían fresas, cebollas, melones y lo que se pudiera. En aquella tarde, María se había sentido mal: le dolía la cabeza y tenía poca fuerza en el cuerpo, probablemente porque lo poco que había para comer ese día se lo dio a los nietos, como tantas otras veces.
Cuando Carlos llegó a casa, consciente de la debilidad de su esposa, agarró la bicicleta y se dispuso a ir por las tortillas y la carne; pero no sin antes cobijar a María entre sus brazos, besarle la mejilla y acariciarle el rostro con todo su amor. De pronto, fue como si despertara de un estado de meditación profunda: el niño —con las manos en la cara, cubriéndose el rostro— seguía llorando, pero ahora gritaba con toda la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones, mientras que los otros dos individuos hablaban. Carlos, sin dar gran importancia a aquel escenario, pensaba: “¿y dónde estará la bicicleta?”, iba a averiguarlo, cuando escuchó al joven deportista decir: —era un Lexus negro, con vidrios polarizados, que salió de aquella calle —señalando una de las vías del bulevar—, tenía el semáforo en rojo y venía a toda velocidad; y el otro replicó: —¿cómo es posible que el conductor no se haya detenido a prestar auxilio? La gente está cada vez más egoísta.
Carlos pensó que todo aquello debía ser a causa de un accidente, siempre ocurrían muchos en esa zona, usualmente por la falta de precaución de los conductores. Los dos hombres que hasta entonces comentaban lo sucedido guardaron silencio al ver cómo una mujer corría hacia el niño que seguía llorando; vieron cómo lo abrazó y trató de calmarlo, al tiempo que contenía sus propias lágrimas. Sin reflexionar sobre lo que veía, Carlos recordó que tenía que ir por la comida, y cuando les dio la espalda a aquellos extraños, se percató de que su bicicleta estaba allí, destrozada, y por cómo estaba, debía de haber chocado violentamente contra las dos columnas de hierro del puente peatonal, construido apenas unos meses antes, precisamente por la cantidad de accidentes que ocurrían a diario en el bulevar.
Angustiado, Carlos se giró otra vez hacia aquellas personas y, por fin, pudo ver el rostro del niño, era uno de sus nietos, y la mujer que lo abrazaba era María. Se agitó. No entendía nada de lo que estaba ocurriendo, hasta que bajó la mirada y vio un cuerpo tendido en el suelo, un cadáver; pero un cadáver parecido a él, claro, por eso lloraban María y el niño. Entonces, dando voces, gritó: —¡Ya paren de llorar, estoy aquí! Una leve esperanza llenó sus ojos de luz cuando el niño movió ligeramente la cabeza en su dirección, pero lo único que alcanzó a ver fue una mirada vacía y decepcionada. Gritó de nuevo: —¡¿Ves?! ¡Estoy aquí! ¡No llores más, por favor! Sin embargo, ni el niño ni María ni los demás lo veían o escuchaban; nadie, absolutamente nadie, se dio cuenta de su presencia. La tarde se hizo noche. Velaron a Carlos, rezaron el rosario, cenaron elotes, y en el lugar del accidente colocaron una cruz hecha de flores con un papel que decía: —Adiós abuelo.