Mi profesor Jorge Peñaflor participa los viernes en un programa de radio en Acapulco, donde vive desde que dejó Celaya. Acaba de decirnos cómo es que las religiones se inventan sus respectivos pecados o sus equivalentes para mantener a sus fieles atados a sus preceptos. Pecar es, desde luego, la transgresión a los preceptos que rigen la religión y por tanto, punibles: confesión, castigo, indulgencia; todo depende del pecado cometido.
¿Cuántos pecados hay? Pues tantos como agrupaciones religiosas existen que los administran.
¿A guisa de qué un laico dudante como yo se mete en eso? Sencillamente porque entre nosotros preferimos al pecado pero no a la compasión. Queremos venganza y exigimos justicia a nuestro modo de entenderla, no sentimos conmiseración o lástima hacia quienes sufren. Tenemos una falsa sintonía con el espectáculo morboso. Ejemplo: el gordo famoso de Tamazuca, de Guanajuato capital, es exhibido como un depravado máximo al saberse que en prisión le aplicaron “palo encebado”, y tal atrocidad es considerada “justa” contra el energúmeno. Tal publicación debiera obligar a la procuraduría de los derechos humanos a actuar de oficio inmediatamente, pero…
Mi profesor dijo contundente: San Agustín sentenció que solo un mandamiento hay obligatorio: Ama y haz lo que quieras. Amar al prójimo es entender el dolor ajeno, es dar de beber al sediento, de comer al hambriento, de solidarizarse con las personas cualesquiera sea su padecer, incluidos los presos como el hijo lo estuvo.
Ah, pero estos días ya no son para guardar estas reflexiones; son vacaciones desmadrosas donde el pecado capital, el de no amar a tu prójimo como a ti mismo, prohija los demás.