La desconfianza en los procedimientos electorales ha prodigado reformas que invariablemente tienen al dinero en el centro del conflicto.
Que si el gobierno se financia a sí mismo vía su partido para ganar de todas, todas; que si los dineros oscuros fluyen bajo, sobre y por todos los lados de la mesa de partidos y candidatos; que si el crimen organizado lo demuestra dándole o quitándole dinero a tal o cual; que si la mediocracia decide a quién sí y a quién no venderle espacios y en qué condiciones; que si todo es cosa de imponer topes de gastos, además de fiscalización; que si la mano del muerto… en México, si un político es pobre, es un pobre político.
Carísima es nuestra desconfianza electoral. Pero inaudita es la cantidad de dinero que se mete al juego electivo mexicano en sus acepciones: Nunca oímos explicación alguna del monstruoso nivel del tráfico financiero. Sabemos, sí, de acusaciones a diestra y siniestra, pero jamás hemos visto caer en justicia al infractor de las normas.
Efectivamente, el “conflicto de interés” tiene que sacarse a flote para no sorprendernos adelante; pero más oscuro y viscoso es el tráfico de influencias. Entre los mexicanos es de alto caché demostrar influencia, ser influyente. Una simple fotografía con el preciso abre puertas.
Abrir las esclusas del dinero público o privado motivado por la influencia de la que gozan tales o cuales candidatos hace la diferencia para ganar o perder. Y siempre son inversiones: el triunfador ha de pagar con toda clase de argucias influyentísticas para que el inversor recupere y hasta obtenga dividendos exponenciales. Por eso entran al cargo con el cúmulo de encargos a cuenta del erario. Y así pagamos todos.