Esta mañana de lunes, mientras esperaba mi camión para ir a trabajar, los usuarios comenzamos a notar que el tráfico estaba suspendido. No era para menos. El cierre se debía a un accidente inenarrable.
Toda suerte de dictámenes se han sucedido, y todos apuntan a un círculo vicioso antiguo en la ciudad: el transporte publico en una verdadera calamidad tolerada por los gobiernos.
Tenemos un sistema cerrado con concesionarios que solo atinan a reclamar aumentos de tanto en tanto con sus autobuses lamentables circulando por las estrecheces citadinas. Los trabajadores hacen lo que entienden, siempre obligados a rendir la cuenta y sin ninguna prestación legal. Las evidentes chatarras son tapadas con adornos apantalladores que suelen presumir a toda velocidad.
Por su parte, el cuerpo público ordenador del transporte, no ordena nada. Está dedicado a la recaudación vía todo tipo de infracciones. Los agentes viales no sirven a los ciudadanos, sirven a sus patrones, como los choferes y cobradores.
Y si de ciudadanos hablamos, nadie, pero nadie, se ocupa de nuestra educación vial. Todos andamos a la buena de diosito. No por nada se dice que si andas debajo de la banqueta, eres de Guanajuato, te crees de plástico. Librar las lozas y alcantarillas rotas es una odisea. Una y tantas veces sabemos –o nos ha tocado- de tobillos rotos y pies atorados. Nuestra ciudad es inhóspita para peatones porque quien trae un vehículo se siente con derecho a ser superior.
Gobierno, concesionarios y ciudadanía estamos atrapados sin salida, por muchas consultas fofas que se hagan. Allí están las víctimas para demostrarlo.