Nuestra formación religiosa nos mueve a cometer dos equívocos en tratándose de la política: fiarnos y esperar de los políticos lo que nos han prometido.
Confiamos en que tal o cual persona metida a los encargos públicos cumplirá lo que promete, obligatoriamente. Siempre esperamos algo grato.
Esperamos que se conseguirá lo prometido porque lo creemos alcanzable. Es nuestra visión del futuro deseable, esa que se alimenta mediante las ofertas recibidas en campaña. Es, dicen, la esperanza pretendida por tal o cual proyecto.
Las frustraciones provienen desde el principio mismo: fiarnos y esperar. Darles a los políticos el crédito sin comprobación, y dotarles del poder creyéndoles serios y cercanos.
Por eso mismo, ellos se lanzan a las campañas, como ya las vemos, en busca de la popularidad, es decir, de nuestra anuencia para confiarles nuestras esperanzas de algo.
Nos pueden parecer simpáticos, paisanos, incluso honestos en sus ambiciones; el retortijón viene después, cuando los vemos alejarse, cuando ya no nos buscan, cuando dejan de sonreírnos, cuando quiebran nuestras ilusiones al incumplirnos.
En cosas del poder, no hay un nosotros, siempre es uno y ese uno, cuando ya llegó al cargo, en lo último que piensa es en compartirlo. Nos usan para alcanzar sus deseos, no los nuestros.
Por eso hay una máxima de la política: para que no haya desilusiones, que no haya ilusos.