Ayuntados hemos de convivir, que tan malo es el pinto y peor es el colorao. Juntos aunque nos caigamos del nabo.
Es la condición de ser sociedad haciendo ciudad más y más grande cada día. Separarnos, aislarnos, no querer ver a nadie es soledad enfermiza que pocos pueden disfrutar. Así que en cada espacio donde nos movemos y sobrevivimos tenemos que hacer las cosas que nos la hagan más llevadera.
Para organizarnos y dirigir los esfuerzos comunes es que escogemos a quienes se encarguen en el día a día de la cosa pública. Ellos tienen que hacer policía, esto es, cuidar el espacio de todos; también diseñar políticas públicas, es decir, soluciones atinadas para los problemas que tenemos; y, para lograr eso, tienen que hacer política, lo que significa escuchar, atender, encontrarse con las personas que les han elegido y aún con las que no los preferían.
Antigua es la figura de escoger de entre los pobladores de una localidad a quienes juegan el papel de responsables públicos: se le ha llamado ayuntamiento porque es una junta de esos personajes facultados para hacer lo que tienen que hacer por ley. De ahí su honorabilidad. Pero con el paso de los tiempos, los que pujan por meterse a la yunta se hacen güeyes: quieren los privilegios que hay por ser cabilderos: permisos, licencias, concesiones, trafiques, moches y, desde luego, sueldos y prebendas a cargo del erario. Han hecho de la honorabilidad del ayuntamiento un asco. Ahora mismo empujan calientísimos en los vientres partidarios paridores de candidaturas. No escojamos a los vivales ni a los estúpidos, que las cosas andan de la chingada acá abajo.