En la Cámara de los diputados federales hay una iniciativa presidencial para crear la secretaría de cultura, la 18 de la administración peñista.
Como lo presume el propio Peña Nieto, tiene la mayoría de votos como para aprobar esa y otras leyes. Así las cosas, resulta inminente la creación de una institución que agrupe a lo que hasta ahora ha estado sectorizado en la educación pública.
Si uno ve el desgarriate que es el sistema educativo, adquiere sentido que se reorganice lo relativo a la cultura. Mientras exista un monstruo pesado y soñoliento y un funcionariado que nomás piense en quitar sueldos, la educación no avanzará a ningún lado.
Los peros aparecen pronto. De entrada, el eterno anti. Todo lo que provenga del gobierno está infectado de su correspondiente atigobiernismo. Por eso emergieran a las de ya los rechazos: No a la secretaría de cultura, no a la separación educación-cultura, no a los intentos de privatizar el patrimonio, no a lo que provenga del gobierno para reorganizar al propio gobierno.
Mal fario y pésimo ambiente para pensar a profundidad la cultura. En algo sí asiste la razón a ciertos opositores: ¿por qué de improviso y a botepronto una secretaría de cultura? Si uno escudriña la iniciativa presidencial, el cliché y la puerilidad harto sabida en esos ámbitos campean. No hay en ella profundidad que emerja a la luz; hay, sí, superficialidad, zapping mental a la mala.
Si México es sinónimo de cultura, entonces estaríamos ante el imperativo de repensarnos como identidad útil. Pero como no hay el hábito de pensarnos en tales términos, no extrañe que la burocracia esté simplemente acomodándose, tal cual lo hace cada que hay un recambio de personal: entro yo y los demás salen sobrando.
Es recomendable institucionalizar la cultura, lo que resulta chafa es hacerlo al ai’se va, para no variar.