La metástasis criminógena invade a todo el país. Sus factores: ilegalidad ancestral, impunidad prevalente, corrupción y ambiciones de riquezas y poder.
El caldo de cultivo es propiciatorio entre nosotros: no se creen las leyes y éstas se violan desde el funcionario encumbrado hasta el común; la crítica situación de la victimización y su desatención hastiada por los organismos encargados de antenderle; el vicio de quitarle a la riqueza mordiscos de todo tipo; y, desde luego, la apetencia que obliga a que rápido se enriquezca el individuo.
Sus manifestaciones tienen toda la gama: crueldad inaudita o sofisticación empresarial. Para acabar con los estorbos, los matarifes cumplen su jale por monedas; para lavar las ganancias, inventarse personalidades de sociedad, de esas sonrientes y satisfechas por ser quienes ya son.
Y la política, esa unción social para la convivencialidad, trastornada vilmente en extremaunción. El sistema político mexicano contiene el virus que le destruye. Instituciones públicas y partidos políticos se ven sometidos al mal. Como el “negocio” no puede florecer sin cobijo oficial, la búsqueda del poder público resulta indispensable, y se obtiene entre la plata y el plomo.
La policía queda al servicio, los funcionarios se ponen a modo (omiten o cometen, según convenga), las candidaturas se ofertan y se logran cargos que luego explotan (el poder o en escándalos).
Por todo así, no hay modo de curar a la patria ni a la matria. Si solo la represión, más sangre veremos. Para sacudirnos la desgracia, urge la verdadera reforma que desestructure ese estado de cosas. Y eso sí reclama un firme Pacto por México.