Tengo para mí que la metáfora de Ibargüengoitia relativa a la ciudad de Guanajuato que él conoció, a la que llamó Cuévano, es la del gran cesto ancho de arriba y hondo abajo, tejido en los enormes cerros por sus callejones y caseríos amontonados que le contienen.
En esa urdimbre se enredaban también las relaciones sociales en una atmósfera que las prodigaba: chismolerío de quienes tenían de referentes los límites de San Javier, la presa de la Olla, la estación del ferrocarril y ya. Eso cabía en el cuévano como racimos de uvas.
Empero, la universidad como eje de las historias cuevaneras ya es muy otra; las familias alcurniadas han desperdigado su pedigrí; los intelectuales diluyeron su prosapia pueblerina y las parrandas y fiestones son mero consumismo démodè.
¿Qué paso con las ruinas? Han ido desapareciendo aceleradamente para dar paso a una ciudad ”embellecida” para el turismo que nadie atina a catalogar bien a bien.
Del abandono nostálgico de las fotos coloreadas de Mustafá hemos llegado al desorden urbano que poco tiene de grato y placentero.
A la ciudad encaminan sus pasos quienes quieren encontrar lo único que le sobrevive: borrachera a raudales. El “sector turístico” es, básicamente embriagaderos, restaurantes (malos, en su mayoría) y hoteles de todo tipo surgidos al aventón.
Sin saber qué hacer con ella, a la ciudad se le ve como escenario de cuanta ocurrencia venga; hay “festivales” hasta de chile, de dulce y de manteca.
Con la explosión demográfica que ha desparramado al gran cesto, hemos pasado de las ruinas entrañables a la pura ruindad, y, la peor, la oficial.