Cuando uno mira cómo los gobernantes mexicanos se van inmediatamente que llegan al cargo a vivir a los lugares donde habitan los poderosos, uno tiene que darle la razón al ex presidente uruguayo Mujica: la corte española se nos coló en la república.
Efectivamente, los historiadores de las independencias han documentado cómo la formalidad republicana conservó una cultura política proveniente del rey por designio divino. La religión católica, el patrimonialismo, la servidumbre y las dinastías hijas de algo han pervivido aún en nuestras constituciones.
Entre nosotros, hasta el más pinchurriento edificio municipal es denominado palacio y el presidente es tratado como el mero-mero, con una corte de lambiscones, con carruajes ostentosos, con guaruras como guardia personal, ¡ah, y con cada familita y parentela que se las traen!
Doscientos años es poco para cambiar la herencia colonial. No salgo de mi asombro al recordar cómo, en la última presentación del festival cervantino, invitado que fue Japón, anunciábase la presencia de “sus majestades imperiales” y el teatro Juárez caíase en aplausos, ausentes hasta entonces del programa. Asi pasó cuando Isabel de Inglaterra nos visitó y así también cuando los monarcas españoles. Es de sorprenderse la rápida transfiguración de los personajes en una corte de ocasión, reverencias torpes incluidas.
Pues no, no somos una república representativa, democrática, laica; eso lo dicen los textos. Lo que nuestra realidad acaecida demuestra es que andamos lejos de sacudirnos los lastres colonialistas de nuestra vida colectiva, incluidas la corrupción y su gemela la impunidad.