¿Qué aprendimos de la pandemia? Las respuestas son tantas cuanta gente somos. Cada quien ha enfrentado estos dos años como su saber le dio a entender.
Alrededor de medio millón de mexicanos muertos son el dato mayor de la gravedad de la enfermedad, además de los contagiados que, por fortuna, no fallecieron y pueden contarla, incluidas sus secuelas.
Pero, ¿de qué se trata esa epidemia? Aún hoy no hay quiénes sepan explicarse con certeza. Nuestra ignorancia científica se puso de manifiesto. El sistema de salud se vio sorprendido. Sus ya tradicionales insuficiencias quedaron expuestas a lo grande. Los gobernantes se quedaron pasmados. Comenzaron negando la gravedad y, enseguida, sacaron mil y una ideota para salir del paso.
No se hizo caso de los que saben. Nuestro Nobel de química, Mario Molina, nos lo dijo; y entró por una oreja y salió por otra: es un virus que se trasmite por los aerosoles que nosotros emitimos al hablar, cantar, toser o estornudar. Cosas de la química atmosférica. Ese virus es, como todos esos organismos, una estructura muy sencilla, compuesta de proteínas y ácidos nucleicos, capaz de reproducirse utilizando su metabolismo. Yo te lo transmito y tú lo retransmites, y así. Cosas de la química.
Si esa dinámica se hubiera entendido a cabalidad, creo que no tendríamos que haber cerrado al país ni, mucho menos, ver esos despropósitos ignorantes de poner tapetes clorados en cada acceso, arcos rociadores y brigadas desinfectantes con quién sabe que mengambreas lanzadas contra personas y espacios. No tocar nada, se nos dijo y nos obligamos.
Nunca entendimos que son nuestros aires, los miasmas de siempre.