¿Cómo es que llegamos los mexicanos a este atascadero?
Nuestra historia política ha generado instituciones entrampadas: son producto de disposiciones legales para cobijar el patrimonialismo de los poderosos.
Hacerse del cargo público no significa contar con esa ficción denominada “vocación de servicio”; es, al contrario, servirse del cargo. Cuando los revolucionarios decidieron resolver sus conflictos ya no con las armas, vislumbraron el reparto de las rentas obtenidas vía el cargo: concesiones, contratos, privilegios, exenciones, beneficios, lucro, prerrogativas, ventajas, franquicias, mercedes y prebendas de todo tipo.
La más famosa red que dispensa inmunidad es el tráfico de influencias: los negocios privados enriquecidos por el trato con el funcionario más importante para el caso. Él provee las decisiones, abre las puertas y franquea el paso para que los favores florezcan.
A cabalidad, siempre se han entintado de legalidad esos asuntos, incluidas las elecciones cuando nomás el Partido ganaba todo. Por eso aun ahora nos salen con explicaciones de esa naturaleza: lo que he hecho, asegura el funcionario, está perfectamente enmarcado en la Ley. Y si alguien lo pone en duda, que se investigue “hasta sus últimas consecuencias” presentando pruebas.
Al paso del siglo XXI, ha quedado demostrado que la alternancia electoral no ha transformado más que nomenclaturas temporales. Algún dirigente panista lo dijo con claridad: ganamos pero no transformamos al sistema.
La causa de las causas es el conjunto de torceduras con el poder y sus procedimientos, ese es el fangal por limpiar.