De que nuestra mala educación nos atrofia, hasta las palabras chorreamos. Un sistema educativo que hace agua por todos lados debiera cerrar sus fuentes de incuria e ignorancia.
De por sí la escuela como institución está en cuestión debido a sus evidentes inutilidades para generar conocimiento, al ser únicamente transmisora de certificaciones oficiales. No hay infancia que no sea sometida al encierro escolar, haya o no cobertura: el estigma de no ir a la escuela es pesado y extendido socialmente.
Los administradores y hacedores de políticas públicas en torno a la educación están atrapados en unas redes de intereses inextricables. Y su nudo gordiano está en la formación de profesores. Las escuelas normales (urbanas o rurales) son epítome de la crisis escolar. Se documenta a sus egresados para facultarles un empleo. Pero, ¿acaso de allí egresan innovadores del conocimiento?
Tener una plaza de profesor es una chamba a la que algunos honrarán con su esfuerzo; sin embargo, nunca las golondrinas hacen el verano. Acaso a las vocaciones genuinas les interese poner en claro su saber, estimar sus conocimientos y poner en valor su día a día profesional. Esos se evalúan a sí mismos y en su íntimo decoro entienden sus fortalezas y sus debilidades; ello es posible por la curiosidad y el deseo de aprender. Los demás, la mayoría, acusan la crisis generalizada: la evaluación oficial es pura punición, es echarle la culpa al profesorado de algo monstruosamente mayor: todo el sistema construido en torno del fetiche escolar.
Sí, definitivamente, evaluemos. Pero al todo y no solo una de sus partes. Porque si no lo hacemos, revolcaremos una gata muy obesa y arisca.