Partamos del hecho irrefutable de que nuestros políticos son parte de nosotros porque los elegimos de entre nuestros vecindarios para encargarles las cosas comunes. Así que nada de que son ajenos.
El comportamiento que ellos desarrollan en el encargo tiene que ver con su origen y su disfraz. No pueden ocultar la cruz de su parroquia aunque de mona de seda se vistan.
Sus palabras son las que buenamente han conocido en la vida, más las domingueras que piensan que les dan lustre. Por supuesto que presumen sus títulos académicos, aunque de ortografía y sintaxis sepan nada. Al fin y al cabo, lo importante es ostentar el cargo.
Bueno, pues con esos bueyes hay que arar. Todos dicen sostener una causa y ser demócratas. Pero eso sólo es lugar común al uso. Su trabajo en comunidad y sus ires y venires por la cosa pública los encueran: dicen ser lo que no pueden demostrar en actitudes coherentes.
El poder que asumen les otorga beneficios, acumulables unos, disfrutables los más. Pocos sobreviven en sus mismas condiciones de origen. Pero más allá de sus circunstancias, lo lamentable es verificar cómo son incapaces de dialogar.
Una democracia exige templanza, serenidad para sentarse frente a los demás y atender sus ideas, sus planteamientos y llegar a posibles acuerdos. Cuando lo único que tenemos son gritos y sombrerazos, voces altas y desentonadas sobre el contrario, ninguno dialoga, se insulta, se ataca, se trata de apachurrar al otro.
Eso tenemos porque eso elegimos. ¿Tendremos remedio?