Nunca los mexicanos vimos tanta violencia como la actual.
Ni las rebeliones indígenas, ni los once años de independencia, ni siquiera la guerra civil decimonónica, acaso ni la revolución o la guerra cristera. El poder de fuego y la cantidad de ejércitos privados de ahora hacen la diferencia.
No hay territorio mexicano a salvo de esta violencia. Estamos en un verdadero estado de guerra. No se necesita una declaración formal: hay combates, ataques militarizados, bombardeos y hostilidades entre empresas con mucho dinero y poder. La vida social y la económica, nuestra cotidianidad, está más que afectada; sus leyes son las que rigen, porque las legisladas son un mal chiste que ni fiscalías o juzgados tienen para hacerlas valer. Es más, no hay ley de guerra alguna: todo se vale. Levas y desapariciones, decapitados, hombres, mujeres y niños, empresarios o pepenadores, jóvenes o viejos, mujeres al por mayor.
El sicariato es una profesión multiplicándose. Un jale para ellos es lo más básico; los batallones blindados, con vehículos atiborrados de paramilitares armados hasta los dientes circulando por doquier se ven y se activan en campos o ciudades. Los desplazados por esas presencias suman miles.
Que tengamos tales cantidades de muertes y desapariciones, con las madres buscando en oficinas, morgues o fosas ya ni tan clandestinas, es la fe pública de nuestra desgracia.
Y lo peor es que estamos solos, a nuestra suerte. Los gobiernos son inútiles ausencias. No nos sirven. Mientras, a todo volumen, nos tragamos a querer o no, la tonadita de Los Alegres del Barranco.