En nuestros tiempos políticos, los moditos que tienen los funcionarios de todos los órdenes de gobierno son cada vez más arbitrarios e irracionales.
Deciden sobre vidas y recursos como si fueran ellos los supremos dadores o quitadores. Imponen su voluntad sobre cualquier entendimiento.
Al impulso de “quiero lo que quiero cuando lo quiero”, toman decisiones sin importarles leyes, normas y controles que, se supone, existen para delinear y evitar el desmadre de la cosa pública.
Tal como aparece en la inefable Wikipedia, “el voluntarismo es la formación de ideas o la toma de decisiones basándose en lo que resulta deseable o agradable de imaginar, en lugar de basarse en las evidencias o racionalidad”.
De cabo a rabo, de abajo hacia arriba, nuestras administraciones públicas son manejadas con actitudes y no con razonamientos producidos por experiencia probada, con evidencias obvias y sobre historiales cuasi clínicos. Todo eso que denominamos función pública enmarcada en el Estado de derecho.
Que cada gobernante decida por sus desos y deseos obliga a descobijar áreas sensibles para las poblaciones que se ven afectadas por esa actitud conocida como voluntarismo.
Alucinan esos personajes unas realidades luminosas a sus entendederas, pero, como se sabe en ciencia, la realidad son muchas. Tenemos entonces a gobiernos guiados con orejeras que solo ven falacias, esos argumentos que parecen ciertos y válidos pero que son simples engaños para obtener apoyos a necedades. Por eso estamos como estamos.