No, aquí no se trata del sexo, lo que importa es el exceso.
Trátase del poder, no del gobierno. Él buscó siempre el mando, no la gestión. Dijo desde el principio que gobernar no tenía ciencia, que no era posible un gobierno rico con pueblo pobre. Puso a cualquiera en los encargos y se desentendió del gasto.
Lo suyo fue una superposición de la política y del desenfreno: no me vengan con que la ley es la ley porque yo soy el pueblo.
En sus ánimos sólo cupieron los suyos, los invitados a la fiesta del señor. Nadie que no fueran los elegidos de su pueblo pudieron acceder a los salones amurallados. El pueblo –dijo- me cuida, pero al foso nomás le faltaron los cocodrilos. Ay de las mujeres que se acerquen, de los padres de normalistas, de los trabajadores judiciales, de las madres buscadoras de hijos y de cuantos excluidos por Él. Nomás se acercaron al palacio para atacarle, dijo.
Lo suyo fue una función aniquiladora, un retorno de lo reprimido. Una y otra vez le negaron el acceso al poder, hasta que se le hizo. Mil cuatrocientas y tantas mañanas dedicó a propagandizarse, a crear ficción de la historia, de la tradición, de la identidad, de la cultura nacional al uso del nacionalismo simplón.
Así puso a unos de su lado y a otros apartados. Su lenguaje resultó un instrumento de representación: conmigo o contra mi. Y los adheridos a sus intereses, le ayudaron, legislaron, colaboraron, se hicieron güeyes. La realidad era la que se diseñaba y la que se fraseaba desde el palacio. ¡Ay de aquél que la contraviniera!
Los años 2018 al 2024 fueron aniquiladores, fue la liberación de la histeria acumulada. Ahora, sin él a la vista, nos quedan sus porros montoneros y agresivos en el after.