En la quemazón, qué cosas suceden.
Pues nos sucedió que despertamos de nuestra inocencia, esa que quiere ver mágica y envuelta en celofán a la vieja ciudad minera habilitada como atractivo turístico. La ciudad capital del estado de Guanajuato no ha tenido más que basurero a cielo abierto. Nunca ha resuelto qué hacer con sus basuras, más que aventarlas a las cañadas. Expuestos así nuestros desechos, fácil resulta que se prendan, como ha sucedido ya varias veces. La evidencia es que no contamos con un sistema verdaderamente eficiente para sacar y disponer la basura con las tecnologías adecuadas para esta ciudad tan presuntuosa. También se nos reveló la ausencia de protección para estos casos. Sin planes ni recursos, sólo el personal que lo mismo sirve para revisar antros que para lo de ahora. No hay profesionalismo confiable al que se le otorguen tareas que resuelva sin lamentos. Nuestros heroicos bomberos, esos que mantenemos con tres pesos en el recibo del agua, son doblemente héroes porque son voluntarios; por tanto, ni son suficientes ni tienen los recursos absolutamente indispensables. Los agradecimientos públicos ante la llegada de abastecimiento y depósitos (el Congreso de los diputados fue el que más puso: ¡30 mil pesillos!, pobrecitos) para comprar las vituallas urgentes. Pero lo que más quedó chamuscado fue, a ojos vistas, el ayuntamiento. Su inutilidad resultó obvia. Y no se crea que nomás los actuales en plena crisis, por lo menos los gobiernos del siglo (del PRI y del PAN, con sus pintitos de ocasión), nunca han abordado el problema tan básico. Todos han echado la basura a los cerros. Ahora tendríamos que imponer que quien quiera el poder en este municipio, debe, por lo menos, comprometerse a resolver la basura. A menos que quiera compartir la chamusquina en la que están los de ahorita.