A los mexicanos no se nos ha dado eso de ser demócratas. Nuestra historia es la narrativa del autoritarismo, básicamente.
Elegir a quienes deben encargarse de las cosas públicas que nos son consustanciales, por tener que vivir juntos, no es práctica que se nos dé fácilmente. Es más práctico gritar y levantar la mano o el puño.
Por tanto, cuando se trata de nombrar para cargos diversos, preferimos dejar a otros tales decisiones: -A mí ni me vean; – en boca cerrada no caben comisiones, etcétera huidiza. Que la participación social, que la organización colectiva, que la democracia directa sean lejanías inasibles, lo constatamos día a día en cualquier comunidad en la que nos movemos. Si ni siquiera en los ámbitos académicos, esos que se supone inteligentes y serenos, se dan verdaderas comunidades de convivencia y conocimiento generalizados, cuantimás en la vil calle.
Ir a votar es una odisea nacional: Venimos de un partido casi único desde el siglo veinte, organizar partidarios es tarea de años, adoptar formas y mecanismos democráticos se nos dificulta siempre. Y ya luego, todo eso se somete al desgaste de la descalificación agria y hasta violenta.
Del autoritarismo al mercantilismo nos hemos quedado pasmados, inmóviles. La democracia elocuente, la que dialoga serenamente, la que dirime en paz las diferencias de la pluralidad va a tardar, y mucho, simplemente porque los partidarios organizados no se educan en ello, y lo que es peor, porque la inmensa mayoría es ajena, omisa o comisa, de la política esa práctica humana para convivir juntos sin matarnos.