La ciudad de Guanajuato es un contenedor de múltiples versiones de temporada. Cuarenta y seis años son suficientes como para haber nacido y crecido generaciones que vieron un festival internacional al más alto nivel, lo mismo que la degradación urbana y humana de ahora.
Hay el Festival Cervantino que es una política federal desarrollada en los escenarios citadinos. Las apreciaciones organizativas y estéticas quedan al arbitrio de sus asistentes: el gusto no es unanimidad.
Hay mercaderes anuales que vienen a exigir que su lugar sea el que ellos han decidido que sea. No son economía local: vienen, venden y se van (aunque ya hay muchísimos que se quedaron para ocupar espacios públicos y privados privilegiados).
Existen establecimientos dedicados a la venta de servicios que multiplican presencias, horarios y espacios que tienen al otoño festivalero como repunte anualizado, lo que les permite subsistir, aunque muchos son temporaleros y desaparecen no bien termina la temporada.
Los públicos son coincidentes solo por su encuentro masivo en la cañada, particularmente en la zona histórica, lo cual implica movilidades atosigantes, exigencia de servicios, seguridad y limpieza que rebasan a toda plantilla e instalaciones.
Pero si algo es signo distintivo es la borrachera. Todos a una vienen y se organizan para proveer e ingerir alcohol a raudales. Desde la informalidad callejera hasta los antros, la bebedera es lo más importante. A todo esto, resulta impostergable cuestionar: ¿cómo se debe gobernar la emergencia de las taras asociadas?