Como nuestra cultura proviene del catolicismo, a la mujer se le ha dejado como un “reflejo secundario” del hombre, el que conserva la prelación desde la creación. Como la mujer es la encarnación del mal, el hombre perdió su virginidad, su contención y su espíritu sucumbió ante el placer sexual provocado.
Pero la Iglesia es hábil en sus milenarias prácticas: puede volverse a la divinidad por el matrimonio, sí y solo si el esposo reina sobre su esposa entregada, mediante la bendición, la penitencia y la correspondiente absolución. Sujeta a esa menor posición, deberá estar en unidad con un hombre mediante el matrimonio para ser una sola carne, reproducirse pues, hasta que la muerte los separe.
Y de entonces y a nuestros días, la ideologización religiosa todo lo ha permeado, destacando, por supuesto, las normas, el derecho, primero el canónico y después el civil. Al institucionalizar finalmente al matrimonio, se le revistió de un halo de “naturalidad” y se aceptaron las nupcias y hasta liturgia matrimonial se construyó. El vocabulario se fue familiarizando por intermediación del poder, el eclesiástico y el político. En adelante favorecer matrimonios para engendrar sucesores se convirtió en un negociazo entre las cabezas coronadas y el papado.
Esta narrativa explica el por qué ahora gobiernos, partidos y personajes se niegan firmemente a que personas que no sean ese hombre y esa mujer de siempre se matrimonien.
Otra cosa es el laicismo secular, esa vertiente del pensamiento no atada a la confesión religiosa. Si es inherente al ser humano procurarse habitación y abrigo en ella para vivir, entonces bien puede hacer casa con quien quiera, dada nuestra condición de seres sociales y dotados de libre voluntad.
Así pues, ideológica, política y jurídicamente, déjese de reclamar el matrimonio y procúrese el casamiento para quien lo quiera.
