-¡Aguas!, gritaban las gentes del pueblo al tiempo que aventaban sus inmundicias al arroyo.
La urbe minera no ha sido precisamente un paraíso habitable. Ya el padre Corominas narraba la feraz configuración propia de ser poblada por alimañas antes que humanos y, además, que con un puñal podría rasgarse la fétida atmósfera que respiraba.
El poblamiento del real de minas llamado Santa Fé se produjo para explotar la riqueza ambicionada, de tal suerte que no se paraban mientes a la hora de ocupar todo lo necesario: derribar árboles, utilizar toda el agua y traer gente para explotarla inmisericordemente. Ninguna prestación al uso contemporáneo podría pensarse en los tiempos de la minería; nadie venía a Guanajuato a pasear hermosuras.
La suciedad, la inmundicia estaban florecidas; los vicios y delitos prohijados por un despreciable ambiente tuvieron que ver con la toma de la Alhóndiga, por ejemplo.
Dejada de la mano capitalista, la minería y su entorno fueron abandonados a su suerte por mucho tiempo. La ruindad campeaba y los antiguos miasmas enfermaban a los que por no irse se quedaron.
Hasta los años mediados del siglo pasado, Guanajuato apestaba sin servicios ni higiene: todo residuo, como siempre, al lecho del río y a los arroyos de calles y callejones. Cagarse, escupir, estornudar y toser a ojos vistas tiene familiaridad porque siempre se ha hecho así. Los ríos fueron embovedados para hacer calles, pero los escurrimientos y fetideces denuncian lo oculto. La casa de Diego y el Iconográfico reciben a sus visitantes así.
Guanajuato es una ciudad enferma por lo que aspiramos. Juan Ibáñez sostenía que si el excremento brillara, nunca pagaríamos recibos de luz.
Hoy somos más, nos pretendemos turísticos y por eso se aglomeran masas que también cagan y efluyen. No estamos para tragar en la calle y menos con shits en la subterránea.
Mierda
