Nuestra circunstancia reverbera shakespeariana porque las cosas se nos han empantanado y la violencia se ha convertido en ama de la debilidad; el hijo brutal golpea al padre a muerte; la fuerza es el derecho, y el poder se concentra con la voluntad y el apetito, lobo universal, que nos han hecho presa hasta devorarse a sí mismos.
Hombre acosado por el hombre, el mexicano no ha cultivado la justicia, virtud cardinal para dar al prójimo lo que es debido. Por eso no somos Estado de Derecho, sino de todo chueco. Sábese de antiguo que allí donde la justicia está ausente o así se la percibe, la injusticia permite las fuerzas más destructivas.
Y si alguna razón de ser tiene la existencia del Estado es, vitalmente, la justicia. Si somos animales políticos, el acuerdo base de nuestra convivencia es dotarnos a cada quien de lo justo para no matarnos uno al otro.
Los encargados (vía elección) para que nos garanticen estado de justicia no han servido la encomienda. La proliferación de dramas individuales y colectivos así lo verifican.
Que la desconfianza producida por la ausencia de justicia sea generalizada, no es sorpresa. Ni la ley ni los legisladores ni los jueces ni los abogados son de nuestra confianza. Y eso es histórico. Mientras el clero mandaba, no había leyes civiles útiles más que para proteger el cargo y la prebenda; ese origen autoritario permanece en el usufructo del poder.
Ahora, cuando se ha evidenciado por todos lados nuestra ausencia de derecho, los gobernantes vuelven a darnos más leyes, como siempre. Hágase la ley pero no se cumpla que aquí rifa el perdón de los pecados. No hay derecho, mano.