La confianza se gana. La autoridad se demuestra en el saber y actuar. Pero hoy perder ambas es muy fácil.
Uno anda por la vida de lo público, más allá de nuestro nicho privado, confiando en que puede delegársele a alguien las responsabilidades comunes. Que para eso existen las organizaciones, las políticas destacadamente.
Cuando las instituciones políticas se nos acercan para depositarles nuestra confianza, aún esperamos que su actitud sea noble y sincera. Esperamos que verdaderamente representarán los intereses, aspiraciones y deseos que abrigamos. Pero tampoco somos tan ingenuos. Sabemos que quienes se meten a la cosa pública traen consigo sus ambiciones. Esos que nos ofrecen cosas por el voto desnudan su carácter. Los que ocultan su verdadero rostro tras los maquillajes fotográficos dejan ver su fragilidad.
Desde luego que hay quienes actúan sinceramente, que les ennoblece la consecuencia entre su decir y actuar. Y a esos hay que encargarles las cosas públicas. Eso es elegir.
Pero para elegir hay que reflexionar, informarse, cotejar, explorar, investigar, saber. Cosa difícil. Nuestra cultura seudo religiosa mete la creencia por delante. La credulidad en lugar de la verificación. Por eso nos va como nos va.
La cosa es que en estos tiempos se han acelerado los derrumbes: la incredulidad ante el actuar de los políticos de siempre y la desconfianza en sus intenciones y decisiones. Uno les cree, los vota y les otorga el cargo y ellos simplemente nos desalientan con sus acciones y omisiones.
Ahora, todo esto parece no importar demasiado a las organizaciones partidarias. Ellas preparan sus pulsos entre sí y muy poco voltean a preguntarnos si confiamos todavía.