Los mexicanos elegimos al presidencialismo y no al republicanismo.
Preferimos individualizar la esperanza antes que ocuparnos de responsabilidades colectivas. El presidencialismo eleva a un Hombre; el republicanismo exige ciudadanía.
Es más cómodo reunir en una sola voluntad la presidencia, la jefatura de gobierno, la jefatura de las fuerzas armadas, la jefatura del partido y la jefatura de los leales ubicados en los puestos clave.
El republicanismo, en cambio, obliga al reparto controlado y en equilibrio constante de los poderes para que nunca se sometan al individuo.
Siempre, en nuestra vida política, los cargos han sido legalizados, pero no hemos hecho de la vida cotidiana un estado de derecho que norme todas nuestra conductas; al contrario, somos repelentes a la ley. Por eso no funciona la República como dicta la Ley.
Diputados y senadores pueden ser sometidos vía el tráfico de influencias y con recursos para su lucimiento; los jueces son limitados por una pesada carga susceptible de “alivianarse”; los gobiernos estatales quedan al arbitrio de los gobernadores; y, sobre todo, los ayuntamientos son dejados a la buena de los señores que tranzan con ellos.
Toda la arquitectura republicana está esclerotizada. Por eso resulta más fácil encargarle al Señor Presidente que disponga, mande, otorgue y favorezca con todo su poder allí donde lo demás simplemente no funciona.