Los policías con que contamos son la viva imagen de los gobiernos que tenemos.
Espejean los hechos que indignan y denigran; al funcionariado no les gusta su imagen y semejanza. A los policías, esas personas uniformadas, todo mundo se siente con el derecho a decirles y a reclamarles. Sus riesgos no son considerados, hasta que sufren agresiones mortales y entonces sí, todos a una en conmiseraciones.
Pero, ¿de dónde habilitan los gobiernos a los policías? De entrada esa profesión es de pobres. Ningún hijodalgo desea ser agente policiaco: su estatus y la miseria de pagos y prestaciones son para los que no encuentran otra cosa. Hay malandros uniformados que tienen que vérselas con malandrines de la calle; es de esperarse los encuentros y maneras propias de eso.
Hay, desde luego, quienes sí le buscan sabor y hasta gusto a la profesión; algunos hasta carrera han hecho. Pero el crecimiento poblacional y urbano requiere más y más agentes y recursos de seguridad pública. Y en eso van tardos e ineficientes los funcionarios de todas las esferas de responsabilidades. Así, entre que no guardamos respeto por los polis y los funcionarios hacen como que hacen, la percepción de inseguridad enerva cada vez más a una sociedad irritada.
Policía es una vieja palabra que significaba a la política y ésta a las resoluciones de la polis, de la ciudad; entonces, la ciudad era atendida por sus políticos y cuidada por los agentes de la ciudad, la policía. Eso, así dicho, debe ser la razón de ser de política, políticos y policía: todos por la ciudad.
Pero los gobernantes no pueden ver que las incapacidades policiacas son, en verdad, sus incapacidades como políticos, y la ciudad es la que sufre.