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martes, abril 29, 2025

Partido sin izquierda

1989 no fue cualquier año: Se desvaneció la idea del socialismo marxista leninista que había revolucionado al mundo con la revolución bolchevique rusa de 1917.
Comenzaba a cerrarse el círculo de las revoluciones anticapitalistas y con ello, la declinación de las organizaciones que surgieron para conducirlas.
Los partidos políticos denominados comunistas, socialistas y de amplias tendencias ideológicas afines se transformaron o francamente desaparecieron.
El Gran Proyecto Ideológico había fracasado por sus inconsistencias entre ideales y realidad: El hombre seguía siendo el lobo del hombre.
Con la oportunidad de crear un partido de reuniera la diversidad de orientaciones políticas denominadas de izquierda, nace precisamente en 1989 el Partido de la Revolución Democrática. Retiene la concepción revolucionaria en su denominación, pero le añade que ésta será democrática, lo que modifica sustancialmente a la antigua creencia anti democracia burguesa.
Pero, ¿para qué se construyó el PRD?
Para crear la democracia en este tiempo mexicano, el que va de 1989 al 2016.
Y, también, para dotarnos de patria a todos.
La inmediatez del ya no ha resultado del todo factible. Construir reglas del juego democrático aceptadas y respetadas por las fuerzas sociales y políticas para ir más allá de lo existente, no cuenta con terreno firme y previsibilidad; la desconfianza electoral ha producido reformas una y otra vez sin dejar satisfacciones, con altísimos costos políticos y financieros.
En una generación del sistema de partidos políticos, ya hay descréditos y descalificaciones. Se minan sus capacidades para encauzar representaciones y demandas sociales.
El deterioro del respeto a las formaciones partidarias restringe sus identificaciones colectivas frente al poder al intentar convertirlas en demandas políticas.
Las fracturas orgánicas y las confusiones políticas impiden solidaridades. La existencia de organizaciones dentro de la estructura partidaria sin respetar las normas para resolver los conflictos de la coexistencia anulan la proyección de prácticas democráticas más allá del ámbito partidario; comunican, además, que todo es posible en tratándose del juego del poder.
El caldo despolitizador deja en claro que pocos juegan porque pueden hablar y, los demás, solo quedan como espectadores del espectáculo del poder en el teatro de las representaciones.
A estas alturas temporales, andamos a mitades en eso de desear la democracia. Dice el INE que 50% de los mexicanos quiere democracia y que las otros dos cuartos se quedan entre el autoritarismo y el valemadrismo.
Efectivamente, caminamos hacia la democracia (cualquiera que sea su significado nacional), pero eso de ya, nomás no se nos da.
Dice Roger Bartra que “la izquierda seguirá pataleando tercamente como un chivo en la cristalería de la democracia”. Y sí, así será mientras persistan las prácticas del clientelismo de origen priista, la falta de credibilidad en el sufragio, la corrupción en el ejercicio del poder, el desprecio por el Estado de Derecho y una ciudadanía que aún no es.
¿Y la patria ya es de todos? Eso depende de quiénes seamos todos.
La idea de México tiene dos enormes fisuras: la desigualdad y la miseria.
Demasiado se ha dicho sobre esas heridas. Lo que hay que verificar es qué se ha hecho para cerrarlas.
El territorio, ¿de quién es? Si es la tierra, ésta es ya abrumadoramente urbana con todos los conflictos del amontonamiento y el desorden. Si rural, acabándose rápidamente merced a la posibilidad abierta, precisamente en 1989, para enajenar las tierras ejidales, esas que motivaron la revolución y la reforma agrarias. La migración y hasta expulsión de esos espacios es documentada cotidianamente.
Si hablamos en términos de economía, ¿quién usufructúa el territorio, entendido como suelo y subsuelo, aire y espectros, mares y aguas?
Si en política nos fijamos, ¿quién detenta el poder decisorio en los ámbitos territoriales?
Poderes de hecho, que no de derecho, ostentan grandes extensiones de la patria en su beneficio. Mediante prácticas ilegales y hasta teñidas de juridicidad, organizaciones y personajes acaparan y mandan sobre enormes superficies y esferas de acción.
La noción de nación democrática sugiere la existencia de la justicia para el gozo de las libertades. La convivencia social no es justa en México: la inseguridad, el miedo y el retraimiento ciudadanos mueven a la desconfianza en las instituciones encargadas de resolver para bien las cosas.
Lo miso se teme a la inseguridad pública que a la inseguridad del empleo o del retiro. De la cuna a la tumba, nomás el deseo de vivir mejor, frustrado por la necia realidad.
El desencanto con la democracia se cultiva por dos taras: la insatisfacción económica y la ostentación de las élites.
Gabriel Zaid recuerda que la pobreza es económica y que la desigualdad es social y política. Que la pobreza puede quedar atrás en unas cuantas décadas, y lo creo así porque no es maldición divina.
Pero la desigualdad intrínseca del ser humano debiera moderarse en democracia donde pueden entenderse y arreglarse las innegable diferencias entre seres humanos, que son tantas como seres humanos existimos; no obstante, el conflicto surge cuando hay diferencias que crean estados de subordinación, dominación y discriminación, es decir, construir pirámides donde a los de abajo les toca sufir y a los de arriba presumir.
La crisis de los populismos latinoamericanos tiene que ver con sus élites: el chavismo desastroso y represor, el alto constitucional al caudillismo boliviano, el límite ecuatoriano, la derrota del kirschnerismo argentino y la corrupción asombrosa brasileña derrumban la respetabilidad de partidos, movimientos y personajes que han ostentado ser de izquierdas.
Mirados en esos espejos, las élites mexicanas no gozan de salud respetable. El lastre colonial del hacerse del cargo en beneficio personal, hace que la función pública se privatice en beneficio de quien ostenta el cargo. Eso explica por qué se tiran a matar cuando hay que encumbrarse en los cargos, desde las simples regidurías hasta las grandes ligas del poder.
Entonces, ¿cuál patria, entre la realidad de que el estado-nación está en plena decadencia por la globalización interconectada y que no puede sustraerse al influjo de poderes, espacios y prácticas que se nutren de organismos internacionales o supranacionales, legales o ilegales?
Menudas tareas esas de la democracia y la patria para todos.
Sin referentes ideológicos previsibles y confortables, con la desaparición de categorías como proletariado y disciplina revolucionaria, con el advenimiento de movimientos transversales (legalidad, medio ambiente, derechos humanos, uso de los espacios, movilidad y libre tránsito, ciudadanía y respeto al otro), comunicar la idea de partido es la tarea más retadora de cuantas haya tenido esta formación que ahora llega a manos de otra generación obligada por los tiempos de la innovación científica y tecnológica.
Comunicarse con los demás, esto es, poner en común la democracia y la patria para todos exige claridad en la mente, respeto por la palabra y actuaciones transparentes. ¿Aquí están esos?

Arturo Miranda Montero
Arturo Miranda Montero
Profesor y gestor asiduo de la política como celebración de la vida juntos.

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