Estos meses han sido pesados. Vimos cómo el crimen organizaba un desmadre y aun lo vivimos; que supimos cómo se hacen de bienes superlativos los funcionarios, lo corroboramos; que los partidos políticos se inmovilizaron, lo sentimos. Que todo el Estado mexicano no atinó a reaccionar justo y a tiempo, lo sufrimos.
El oropel del movimiento reformador se atoró en la viejísima violencia, agravada por la chatarrización nacional: educación, medios de comunicación, mercadeo, gobernanza y convivencialidad están corrompidos por insumos zafios y vulgares.
A los medianamente informados no sorprende la expansión corruptora. Lo que enchila es que los del poder ni reaccionen y lo hagan tarde y mal.
Por lo vivido este año, cualquier decisión, acción o propósito que provenga del gobierno es tomada con desdeñosa desconfianza. No atina a resolver los casos criminales; es rancio ante la explosión protestadora; no sabe cómo dar la cara y, encima, es tranza.
La economía esta despeñándosele y no se atisban salidas ni recambios. Las famosísimas reformas no han servido más que para despertar enconos. Hasta quienes se aliaron al priismo para regresarlo al presidencialismo están enmuinados.
No falta quien sostenga que Peña Nieto traicionó a todos. Extraviados en su laberinto, los gobernantes son tentados por el manotazo autoritario: el almirante exponiendo su enojo es síntoma.
El descubrimiento mayor del año que se nos va es ese agarrotamiento oficial. Nos ha demostrado quién no es capaz de gobernar.