El nacionalismo tuvo su justificación mayor cuando todo mundo atacaba a todo mundo: socialismo en un solo país, sentimientos antiimperialistas, revoluciones soberanistas, descolonización, nacionalsocialismo y dictaduras cerradas fueron los signos, dependiendo el tiempo y lugar.
En el mundo interconectado de hogaño, ser nacionalista es aludir a los Trump, Maduro, Le Pen, May y, desde luego, López Obrador, que aducen sus identidades para grandes épicas nacionales, donde no caben los otros: Hay que salirse del montón para ser únicos. Nación fue una idea que deseaba reunir en un todo a todos. Pero la realidad múltiple, con sus pluralidades evidentes y las rupturas de las “grandes ideas” redujo su alcance: somos naturales habitantes de la tierra, no un fenómeno contrapuesto. Los gobiernos que se querían omnicomprensivos ya no pueden serlo: Peña Nieto es presidente de México pero no de todos los mexicanos, por ejemplo. El acceso al poder es cada vez más complicado: ya no hay cargos de carro completo, ni Macron en Francia lo ha conseguido y Trump tiene cada día más problemas (por no mencionar a Venezuela). Entonces, si eso es así, ¿cómo gobernar en la diversidad?
La salida (exit) del mundo provocada por el duce de Trumpistán, la del Reino Unido de Europa, las pretensiones aislacionistas venezolanas, nicaragüenses o catalanas, y hasta el retroceso cubano, no tienen futuro. Imaginar a México sumido en coordenadas nacionalistas resulta francamente priismo acedo. Por todo ello, pensar que López es un hombre de izquierda (progresista, crítico y al día) es equívoco: él es un simple hombre nacionalista que huyó de las izquierdas movido por su caudillaje al uso.
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