El gran problema de fondo entre los políticos y los ciudadanos es la incomunicación: no se ponen en común las cosas públicas. Desde las élites políticas se nos lanzan proclamas para atraernos como adeptos. Se nos considera clientela. La propaganda se basa en la fe, en que las cosas son buenas y para un bien. Pero eso solo se comprueba al saber si sí o no sirven esas cosas que se presumen.
La propaganda siempre ha costado mucho dinero. Uno puede darse idea de eso nomás ver la cantidad invertida en los productos comerciales que se transmiten por los medios masivos de comunicación. Por supuesto que el mercado invierte en propaganda de sus productos incorporando costos al precio final que paga el consumidor. Pero cuando se trata de la propaganda política, ¿quién paga? “La propaganda, bajo cualquier modalidad de comunicación social, que difundan como tales, los poderes públicos, los órganos autónomos, las dependencias y entidades de la administración pública y cualquier otro ente de los tres órdenes de gobierno, deberá tener carácter institucional y fines informativos, educativos o de orientación social. En ningún caso esta propaganda incluirá nombres, imágenes, voces o símbolos que impliquen promoción personalizada de cualquier servidor público”. Así lo establece la Constitución en su artículo 134. Sin embargo, la obscena manera de propagandizar a políticos, funcionarios, esposas de funcionarios, ocurrencias y demás cosas disfrazadas de “obras de gobierno” solo sirven para enriquecer y corromper a medios, “periodistas” y funcionarios del moche.
Hay que terminar con eso y poner la cosa pública en común: cambiar propaganda por comunicación social, es decir, gobernar.