Los gobiernos municipales, y el estatal, reclutan personas a las que se les pide sumarse a sus cuerpos policiacos. Sus convocatorias piden “vocación de servicio, honestidad, lealtad y disciplina”, amén de todos los requisitos burocráticos de rigor.
Quienes se fijan en tales posibilidades ven, primero que nada y ante todo, una chamba, una plaza que dota de prestaciones tan codiciadas en estos tiempos: ¿cuál es el sueldo? ¿hay préstamos? ¿seguros médicos y de vida? ¿hay manera de hacer carrera?
Los funcionarios lo dicen claro: necesitamos más fuerza; los aspirantes: seguridad en el trabajo.
Pero, ¿qué necesita la sociedad? ¿Nomás la fuerza y empleos? No, la exigencia es seguridad pública plena, verificada, controlada y evaluada en sus resultados.
Esa noción oficial de incrementar la fuerza no ha dado resultados ni las personas que se alistan a las policías tienen respaldo alguno. Las policías se convierten en cuerpos limitados por el tiempo que duran las administraciones. Llegan unos y reducen o amplían los cuerpos. Colocan a sus compinches al mando y siempre, siempre, salen a deber, por no decir que hacen tropelía y media: corrupción, violencia, desacatos a las leyes, etcétera. La justificación de que esos recambios civiles no pueden ni quieren realmente con la inseguridad es que les rebasa el crimen. El peloteo cotidiano entre órdenes de gobierno es nomás justificación de la ineficiencia de todos ellos. Y, desde luego, la salida fácil: que vengan los militares. Hacer policía es hacer política más allá de los periodos electorales.
Hacer policía es tener a los ciudadanos vigilantes y evaluadores. Los militares son para la guerra. Los polis, no: son civiles, nuestros vecinos.