Nuestra clase política anda en la pendeja total. Hablan los políticos de todos los colores como si nada más interesara quién demonios va a la grande.
México no ha cumplido ni doscientos años como país independiente. Y en ese tiempo no hemos podido ser un Estado de derecho previsible y confiable. Los Estados Unidos Mexicanos se inventaron y constituyeron republicanamente mediante instrumentos jurídicos denominados Constitución, pero el caudillismo hizo nugatorio todo ese andamiaje jurídico, sometiéndole al voluntarioso del poder en turno.
La revolución mexicana tuvo en el enfrentamiento de caudillos su mayor signo: caudillo del sur, centauro del norte, jefe constitucionalista, jefe máximo, y, desde luego, el señor presidente de la república: jefe del Estado, jefe de gobierno, jefe del partido, jefe de las instituciones. El siglo veinte mexicano ha tenido sometida a la república a la voluntad sexenal del señor presidente. Con el siglo veintiuno, las alternancias se han limitado a procesos electorales y a disputar las posiciones sin empujar el término del sistema personalista. Por eso el panismo no cambió nada, simplemente administró lo conocido (Guanajuato es el ejemplo más acabado: un cuarto de siglo de su hegemonía y se comporta como el priismo).
La tarea más ingente no es, sin embargo, el antipriismo, sino constituir ciudadanía desde el municipio, que haga suya y controle a la república: división de poderes y control recíproco, rendición de cuentas y fiscalización en tiempo real, amén de justicia cotidiana, son las claves. Para resolverse, México debe asumir ya el sentido republicano sometido hasta ahora por dos viejas ataduras: el patrimonialismo y el caudillismo.